La pandemia incluso ha vaciado los cementerios de visitantes en el Día de Todos los Santos, el día de los muertos. No solo tuvieron que irse solos, o casi, sin que sus familiares pudieran despedirlos en la primera oleada; muchos de los que se llevó el maldito virus -por ejemplo, 14.000 personas en Catalunya- ni siquiera este primero de noviembre han podido ser visitados en los cementerios. La distancia social impuesta por las restricciones sanitarias y policiales a los vivos ha llegado también a los muertos.

En los camposantos, muchas víctimas de la covid yacen en sus sepulturas privadas del ritual del recuerdo, de la memoria, de la expresión de afecto in situ de sus seres queridos. La pandemia está pasando como una apisonadora por encima de tradiciones culturales y creencias consideradas sagradas por mucha gente, como esa visita a los que ya no están, en la que el ritual -las flores, la limpieza del nicho, el recogimiento y el diálogo interior con el fallecido- son una expresión ancestral del -¿vano?- intento humano de superar la gélida irreversibilidad de la muerte. Un ritual que, como han estudiado los antropólogos, supone el uso de un artefacto cultural, de una costumbre, como medio para transcender las rígidas coordenadas del tiempo, el espacio y la existencia.

Dice el filósofo Ramon Alcoberro, de quien fui alumno y que además de sabio es un guasón, que es difícil ser más pesimista que su colega italiano Giorgio Agamben, conocido por su teoría del estado de excepción y el papel de la nuda vida, la vida puramente biológica como suelo sobre el que se edifica la política. Pues bien, creo que Agamben quizás se quede corto. Su diagnóstico de la situación, ciertamente demoledor, puede seguirse en La epidemia como política. ¿En qué punto estamos? (Adriana Hidalgo Editora), que recoge los muy polémicos artículos que el pensador ha ido publicando desde el minuto uno de la pandemia y que pueden leerse también en su web. No me resisto a reproducir el inicio de uno de ellos, “¿En qué punto estamos?”, del 20 de marzo de 2020 (las cursivas y las negritas son mías):

“¿Qué significa vivir en la situación de emergencia en que nos encontramos? Significa, sin duda, quedarse en casa, pero asimismo no dejarse dominar por el pánico que las autoridades y los medios masivos difunden de todas las maneras posibles y recordar que el otro ser humano no solo es un contagiado y un potencial agente de contagio, sino antes bien nuestro prójimo, a quien debemos amor y ayuda. Significa, sin duda, permanecer en casa, pero también permanecer lúcidos y preguntarnos si la emergencia sanitaria militarizada que ha sido proclamada en el país no es entre otras cosas, también un modo de descargar en los ciudadanos la gravísima responsabilidad que los gobiernos incumplieron al desmantelar el sistema sanitario.(....)” 

Pues  bien, este texto, según señala Agamben a pie de página, le fue solicitado y luego rechazado por el prestigioso Corriere della Sera. Me parece un ejemplo palmario del silenciamiento de las voces incómodas que ponen el dedo en la llaga mientras se abren las puertas de par en par a los falsos profetas de la libertad en estos tiempos pestíferos. Es cierto que Agamben, en su primer artículo sobre el virus, “La invención de una epidemia”, del 26 de febrero de 2020, rozó el negacionismo. Pero también lo es que lo hizo al contraponer las declaraciones del Consejo Nacional de Investigación de Italia, según las cuales la infección era una especie de gripe, con el estado de excepción declarado por las autoridades y las durísimas limitaciones impuestas a la movilidad. En otro pasaje, Agamben concluye: “La falsa lógica es siempre la misma: así como frente al terrorismo se afirmaba que la libertad debía ser suprimida para defenderla, también ahora se nos dice que es necesario suspender la vida a fin de protegerla”.

El asalto a la tienda Lacoste enlaza la protesta por la libertad, sin duda secuestrada por las medidas anti-Covid, con el gamberrismo coronapijo más castizo

No había cerrado el libro de Agamben cuando leo que, durante los disturbios del sábado por la noche en Logroño, un grupo de manifestantes asaltaron y se llevaron toda la ropa de una tienda de Lacoste. Es decir, lo que en otras revueltas o protestas ha sido o bien puro destrozo nihilista -contenedores quemados, escaparates rotos, adoquines arrancados-, robo de electrodomésticos o acopio de víveres de primera necesidad en supermercados... aquí ha devenido un violento simpa de polos y camisas Lacoste. El asalto a la tienda de la marca del cocodrilo enlaza la protesta “por la libertad”, sin duda secuestrada por las medidas anti-Covid, con el gamberrismo coronapijo más castizo. Fenómeno que estalló en Madrid en forma de caravanas de coches de alta gama y bandera nacional al aire alentadas por Vox cuando el estreno de la “nueva normalidad”.

Cuando la política seria deja la imprescindible crítica de sí misma en manos de los fascistas banales, los ultras de Vox y los hooligans de derecha, como los ha definido un diario suizo, entonces es posible que se enfrenten a la policía (el orden) e incluso que revienten las tiendas de Lacoste (a la mani han ido desayunados, comidos y cenados como bien recomendaba Lenin a los soviets). La política democrática está perdiendo la calle, que es lo último que podía perder. Se está viendo en los confusos disturbios contra las restricciones por la pandemia en todo el Estado, en los que se mezclan los negacionistas con los sectores profesionales afectados por los cierres y medidas para frenar el virus. 

Hay que leer al filósofo Agamben -y a algunos otros, con sus aciertos y errores de pensamiento y reflexión en directo, en paralelo a lo que pasa- para entender por qué la política debe recuperar el control, también, de esas calles vaciadas de cuerpos que se están convirtiendo en teatro de operaciones de los nuevos fascismos. Aquí, la política, los jueces y la Guardia Civil estaban tan ocupados en sus razzias de indepes, ahora de activistas/empresarios, que no se habían dado cuenta de que los perros se les habían escapado. La democracia también ha entrado en la UCI, junto a las personas afectadas por el virus, los ERTE y los despidos, y es urgente recuperarla.

A los ultras, a los trumpistas, a los garrulos parafascistas, primero les das el voto, luego les cedes la defensa de la libertad en el Parlamento y finalmente te ocupan las calles 

A los ultras, a los trumpistas, a los garrulos parafascistas, primero les das el voto -como puede volver a suceder mañana en las presidenciales a la Casa Blanca-, luego les cedes la defensa de la libertad en el Parlamento -como en la reciente moción de censura de Abascal a Sánchez- y finalmente te acaban ocupando las calles. Y mientras, tu policía estaba muy atareada pidiendo la papela a la gente que viene de trabajar en plena noche pese a tu estado de alarma y tu toque de queda. La democracia siempre pierde cuando pone a un policía en su puerta.