El lector me permitirá que hoy martes me aleje del caldo turbio de la política nacional —la cual nos ha regalado asuntos tan jugosos como Junqueras insinuando que Aliança Catalana es un invento del CNI o la enésima preparación socialista de la “mejor financiación de toda la historia”, etcétera— para adentrarme en el mundo de nuestro teatro. Porque el jueves pasado en la Sala Gran del TNC (que, dicho sea de paso, se debería llamar Sala Àngel Guimerà o Sala Josep Maria de Sagarra) asistimos, en una gran velada de jolgorio escénico, al estreno de La corona d’espines, dirigida por mi querido Xavier Albertí. Todo lo que explicaré, si este país tuviera una relación mínimamente healthy con nuestros clásicos de la letra cantada, no debería ser mucha noticia; pero ver una platea entusiasmada, bramando a pie de escenario al final de la orgía, es una muestra de que —cuando nuestro patrimonio se sirve como es debido— el espectador arde de gozo.

La corona quizá no sea el texto más brillante de Sagarra, ni siquiera su creación escénica más aventurera, aunque bajo una historia nimia de aparente folletín (el intento de boda forzada entre Eudald y Aurora para salvar las miserias de su tío avaro, señor de Bellpuig) se esconden palpitaciones muy actuales como la ruptura generacional entre la sociedad jerárquica y el espíritu liberal, la decadencia de una nobleza catalana acostumbrada a venderse el alma por cuatro duros, y el papel de la mujer como receptáculo doloroso de todos los desaires de la moral fálica. Todo esto está muy bien, pero uno se da cuenta días después de la función, porque aquello que te deja auténticamente electrizado es el poder de la telaraña sonora del catalán de Sagarra, que —contra lo que opinan todavía los indocumentados— es una avalancha de perfección que no solo lo convierte en el mejor escritor de su tiempo, sino de toda nuestra letra.

Esta gracia en la construcción de las frases en relación con la emoción que querrían desprender, yo solo la he leído en el señor Proust

Albertí nos ha regalado esta corona con un montaje voluntariamente clásico, en continuidad histórica con algunas creaciones del añorado Flotats, y me jugaría unos cuantos sacos de sal a que se ha pasado muchas horas trabajando el verso con su magnífico equipo de actores. Que nadie se equivoque, la lengua de Sagarra no es altiva y su teatro (que, también dicho de paso, salvó nuestra literatura popular de entreguerras) se hace de una tonalidad adecuada a la nobleza provinciana; pero esta gracia en la construcción de las frases en relación con la emoción que querrían desprender, yo solo la he leído al señor Proust. Esto explica el silencio del espectador al oír el monólogo final de la bella Mariagneta, en la voz de Júlia Roch, cuando dice: "Y me tomó las manos, y enseguida / como dos pájaros, topando espantados, / labios y dientes se hicieron una herida / ¡de aquellas que arañan los sentidos!"

No debería ser noticia, insisto, ver así de bien hecho nuestro teatro en un equipamiento con una ene mayúscula que a menudo se ignora (¡sobre todo últimamente, donde nos torturan de forma impune con teatro socialista de los años noventa, y encima mal hecho!), así como en otros escenarios del país. Hay que ver y oír textos contemporáneos —y grupos de teatro— de todo el mundo, ¡faltaría más!, pero existe un repertorio que tenemos en las bibliotecas muriéndose de asco y que espera a gente como Albertí para devolverlo a su público natural. Así se explica también la comunión final del espectador con los actores de esta bella corona, en especial una inmensa señora de teatro que se llama Àngels Gonyalons, que acaba de doctorarse con una Marta que hace caer los cojones en el suelo, y que los remilgados me perdonen la expresión.

A mí me hace especialmente feliz esta nueva restitución de Sagarra, el autor que —quizás con Thomas Bernhard— más me ha enseñado a escribir y a leer. Y celebro que Albertí pueda volver a menudo al TNC con tal de perpetrar aquello que debería ser la norma dentro de sus cuatro paredes. Ruego al lector que me haga caso y tenga la bondad de ir, a ver si los responsables culturales de la tribu se dan cuenta de que servir nuestra buena cocina es sinónimo de calmosa digestión. Toda la desesperanza que nos regala nuestra cosa pública, puede curarse durante dos horas de teatro. Queremos más Sagarra, tengan la bondad. Queremos más teatro nuestro. A poder ser, así de bien hecho.