Las condiciones de nuestro país hacen que se perciba más nítido el hueco entre la conversación pública —las columnas, las tertulias, los pódcasts, los tuits y asimilados— y la subterránea —los restaurantes, las birras, los comentarios psicoanalíticos sobre los actores que se mueven, los whatsapps y todo aquello que nunca se dice en abierto. Son dos planos que articulan cualquier país del mundo. Pero somos un país pequeño y, poco o mucho, las relaciones entre los que configuran la conversación general no reducen la distancia entre los dos planos, el público y el subterráneo, sino que la agigantan, porque hace que decir cosas siempre tenga consecuencias personales.

Es muy evidente en el escenario político. La visibilidad del plano subterráneo depende de la solidez de las estructuras de partido que intentan contenerlo: ERC es un partido hermético y Junts una casa de citas. En el escenario cultural pasa, más o menos, lo mismo. Días atrás, Marina Porras explicaba a Víctor Recort: "En el mundo del libro todo está montado al revés. Todo el mundo asume, y sabe, que hay una conversación pública y una conversación privada. Está la conversación oficial, que marca a quien toca reírle las gracias, y entonces está lo que dice la gente en privado".

Repetimos irónicamente que Catalunya es un pueblo como si no implicara la verdad que nos convierte en los vecinos que no dicen nunca lo mismo en la cola del pan y en la cocina de casa

El mundo del libro es un destilado del país. La polémica que todavía gira alrededor de Consum preferent, el libro de Andrea Genovart premiado por Anagrama, con una frase en castellano cada cinco líneas en catalán, es una proyección a cámara rápida en que los actores públicos se colocaron para defender sus posiciones. Había una obvia conversación subyacente que sostenía y empapaba toda la conversación visible, marcada por los intereses laborales, las amistades literarias y las afinidades políticas —en este caso, de militancia lingüística. Repetimos irónicamente que Catalunya es un pueblo como si estas cuatro palabras no implicaran la parte de verdad que nos convierte en los vecinos que no dicen nunca lo mismo en la cola del pan y en la cocina de casa. En todo esto me hizo pensar Pep Antoni Roig, articulista de la casa, al darme cuenta de que ni siendo mi amigo había podido reprocharle que hiciera un artículo alabando a The Tyets y un artículo criticando a Genovart con un mes de diferencia.

En la voluntad de sustituir la conversación pública por la privada hay a menudo una radicalidad impostada que bebe de los mismos vicios que esclavizan la conversación pública

Reducir la distancia entre los dos planos no pasa por la sustitución del uno por el otro. En lo que se dice de puertas adentro no hay, necesariamente, más verdad que en aquello que se dice de puertas afuera. Un buen ejemplo es Salvador Sostres. Queriendo ser un espejo del esqueleto del país, ya no consigue sostener ningún texto sin meterle mentiras. En la voluntad de sustituir la conversación pública por la privada y amalgamar los dos planos en uno solo hay a menudo una radicalidad impostada que bebe de la misma falsedad y los mismos vicios que esclavizan la conversación pública. Amasar ambos planos así es quitarnos un espacio de pensamiento fiscalizable desde las ideas y es otra victoria de Casablanca.

Tenemos que poder tener una conversación pública en la que dé menos miedo que te llame hijo de puta el escritor que se sienta a firmar a tu lado, no porque antes lo hayas insultado o quitado el amante, sino porque hayas preferido decir la verdad sobre su libro antes que caerle bien

Me parece, sin embargo, que eso no es excusa para la autocomplacencia. Tenemos que poder tener una conversación superficial más honesta —más libre— que supere las condiciones en que Catalunya sale a jugar: un país pequeño, reprimido políticamente y cultural a lo largo de los siglos, con la carga de un espíritu herido y un dolor heredado que convierten cualquier acontecimiento en un juego de ajedrez pasivo-agresivo entre gente que no está dispuesta a decir las cosas como las piensa si hacerlo no le reporta algún beneficio personal. Tenemos que poder tener una conversación pública en que una relación íntegra con la realidad del país no sea una cruz. Una conversación pública en la que dé menos miedo que te llame hijo de puta el escritor que por Sant Jordi se sienta a firmar a tu lado, no porque antes lo hayas insultado o quitado el amante, sino porque hayas preferido decir la verdad sobre su libro antes que caerle bien.

Hace muchos años que Catalunya es esclava de España pero también hace muchos que lo apañamos para justificarnos las taras. Nos hemos convertido en una nación de pánfilos que prefieren tener una relación tóxica con la verdad y mantenerla en silencio cuando el precio es demasiado alto. Hemos renunciado cómodamente a la libertad que la verdad da. Por eso nuestra clase política encarcelada puso a los hijos a hacer campaña electoral. Por eso Salvador Sostres, después de mentir, tiene que hacer un artículo sobre su hija o alguna señora. Por eso os he tenido que explicar que Pep Antoni es amigo mío antes que darle una colleja. Por eso hubo escritores que defendieron a Genovart con el argumento que "los ataques personales son intolerables". Porque cuando la verdad nos incomoda, solo nos queda el sentimentalismo.