En cuestión de pocos días se activará de nuevo el mecanismo secular, casi milenario, para la elección del nuevo líder de la Iglesia católica, el cónclave. Ciento treinta y tres cardenales provenientes de los cinco continentes serán completamente aislados del mundo a fin de que elijan al nuevo papa. El nuevo obispo de Roma, líder espiritual de aproximadamente mil cuatrocientos millones de personas que, al mismo tiempo, es también el jefe de un minúsculo Estado de menos de un kilómetro cuadrado que acoge uno de los entes jurídicos más antiguos —y más influyentes— del mundo: la Santa Sede.

La paradoja es que el complejo proceso electoral de los próximos días, cuyas diferentes fases nos serán anunciadas por vía del atávico mecanismo de la "fumata nera, fumata bianca"! seguido —finalmente– del "Habemus papam!", jugará también un papel clave en el actual asalto por la hegemonía que Trump, y sus acólitos de todas partes, están llevando a cabo.

Y es que, como comentaba hace unos días, el papa Francisco se había convertido en una de las principales voces globales, si no la principal, de alternativa al mensaje iliberal, supremacista y excluyente del trumpismo. Un discurso, el de Francisco, a favor de un orden global más justo y pacífico, donde el multilateralismo y el derecho internacional tendrían que seguir jugando un papel central, enfrente del unilateralismo y el bullying global —convertido ahora en incertidumbre y caos arancelario y económico— que propugna la actual Casa Blanca.

Por lo tanto, es evidente que hay una gran expectativa para saber quién será el nuevo santo padre, y para saber si este mantendrá un discurso y una agenda tan activa y comprometida como la de Francisco o, en cambio, optará por una más moderada y menos confrontativa, que rebaje la tenaz resistencia del último pontífice a la oleada iliberal global.

Ahora bien, y como si lo que se ha apuntado hasta ahora no fuera suficiente, para el trumpismo el resultado del cónclave es todavía más determinante y primordial, y eso se debe básicamente a tres motivos. El primero es que una parte sustancial de los grupos que conforman la base de Trump son o se declaran de matriz católica, ciertamente de un catolicismo rozando el integrismo, pero católico en cualquier caso. Pensemos en el vicepresidente, J.D. Vance, católico recientemente converso, el último mandatario internacional que se entrevistó con el papa Francisco; o el secretario de Estado Marco Rubio, el tercer cargo dentro del gobierno de los EE. UU., de raíces cubanas y seguidor de las corrientes más ultraconservadoras del catolicismo norteamericano, en este caso en clave latina y anticastrista. O el caso del enigmático Steve Bannon, uno de los principales ideólogos del movimiento MAGA, que se profesa católico tradicionalista (independientemente del hecho que se haya divorciado tres veces), y que abiertamente hace campaña, desde hace tiempo, en contra del papa Francisco y a favor de un cambio radical en la Santa Sede. Todos ellos, y sus seguidores, profundamente frustrados por los doce años de pontificado de Francisco, apuestan agresivamente por un cambio de 180 grados en la Cátedra de Pedro, a fin de que este no solo no se oponga a sus agendas ultras, sino que las facilite e incluso las apoye.

Eso va claramente ligado al segundo factor, que es el de la fuerza que tiene la Iglesia católica en los Estados Unidos. Una quinta parte de los estadounidenses son católicos, y si bien es cierto que los protestantes llegan a un tercio del total del país, cuando disgregamos estos por sus diversas ramas (ya sean bautistas, metodistas, pentecostales, luteranos, presbiterianos, etc., siendo cada una de ellas una iglesia autónoma e independiente), llegamos a la conclusión de que el principal grupo religioso organizado en los EE. UU. es, sin ninguna duda, la Iglesia católica. Y no lo es solo por números, también por su importante presencia en el mundo educativo y universitario, siendo algunas de las universidades más prestigiosas de aquel país (Georgetown, Boston College, Santa Clara, Notre-Dame, Fordham, etc.) instituciones católicas. Y si bien es cierto que su músculo económico hace unos años que se vio afectado por las millonarias indemnizaciones resultantes de los casos de abusos contra los que el papa Francisco tanto luchó, hoy en día sigue siendo muy importante, también por las finanzas vaticanas.

Se trata de si los importantes resortes de la Iglesia católica, empezando por la norteamericana, seguirán ejerciendo una cierta resistencia —por órdenes de Roma— al trumpismo o, al contrario, si le abrirán las puertas de par en par

Pues bien, si a todo eso sumamos el tercer factor, que son los primeros símbolos de desgaste importante del segundo mandato de Trump, entenderemos lo central que es —para los sectores más conservadores de los EE. UU.— el resultado de aquello que se decidirá dentro de la Capilla Sixtina a partir del miércoles.

Porque cien días después de la toma de poder de Donald Trump su popularidad ha bajado en picado; y el caos de su política arancelaria —errática y alimentada por ChatGPT— ha generado unas tensiones comerciales y económicas que han puesto en alerta a la élite económica y financiera del país, preocupada por ver unos EE. UU. arrastrados hacia una más que posible recesión. A eso se suma el fracaso de Trump al alcanzar la paz "en veinticuatro horas" en Ucrania o en el Oriente Medio. Así como la salida de Elon Musk, casi por la puerta de atrás, de la Casa Blanca; o la "recolocación" del asesor de Seguridad Nacional, Mike Waltz, a raíz del Signalgate en el que este compartía por error información de alto secreto con personal no gubernamental, incluyendo a un periodista. Algo a lo que se le suma, también, la revuelta de las grandes universidades, empezando por Harvard, contra las injerencias de la Casa Blanca; o el creciente enfrentamiento del sistema judicial federal a las draconianas políticas de deportación de Trump, choque que puede acabar en una grave crisis constitucional. Un punto, el de las deportaciones, en el que la Conferencia Episcopal de los EE. UU., siguiendo las indicaciones recibidas de Roma, también ha posicionado duramente en contra.

Y está aquí donde radica la clave de esta cuestión. La elección del nuevo papa lógicamente tendrá efectos sustanciales en el futuro de la Iglesia católica, pero también en el del movimiento MAGA y de sus derivadas extendidas por todo el planisferio, en batalla por la hegemonía. No se trata "solamente" de si el nuevo papa, como uno de los principales líderes espirituales —pero también de opinión— del mundo, sigue actuando como dique de contención de la extrema derecha global. Se trata también de si los importantes resortes de la Iglesia católica, empezando por la norteamericana, seguirán ejerciendo una cierta resistencia —por órdenes de Roma— al trumpismo o, al contrario, si le abrirán las puertas de par en par. Algo que, en un momento de un cierto desfallecimiento del movimiento, se convertiría en un revulsivo, y facilitaría mucho el avance de su agenda radical empezando por los Estados Unidos, y por decantación por todas partes.

Alguien podrá pensar que exagero, pero resulta que así lo ven los propios afectados, empezando por Bannon, que no deja ninguna oportunidad de expresarlo en público. Si no fuera así, cómo se explicaría si no la presencia del presidente Trump en el funeral de Francisco, o el saludo —forzado por la Casa Blanca— de unos días antes del papa Francisco con el vicepresidente Vance. Este, a pesar de sus postulados totalmente contrarios al papa Bergoglio, quería a toda costa una foto con el pontífice que lo ayudara a reforzar su imagen ante la influyente comunidad católica de los EE. UU.

Hay que tener en cuenta, sin embargo, que los EE. UU. "solo" cuentan con diez votos de los ciento treinta y tres del colegio cardenalicio que elegirá al nuevo pontífice. Y de estos diez, una gran parte han sido nombrados (creados en lenguaje eclesiástico) por el mismo Francisco. Eso, sin embargo, no detiene a todos aquellos que intentan, sobre todo antes de que empiece el cónclave, promover sus postulados e influenciar el resultado; conscientes de que en este, y en paralelo a la elección del nuevo papa, también se influenciará hacia dónde se orienta la balanza de la hegemonía global.