El domingo pasado asistí a la rifa de Carnaval de mi pueblo y tuve la sensación de vivir en una distopía, aunque por desgracia todo lo que sentí era realidad. Como cada año, el domingo de Carnestoltes se celebra en el Pla del Penedès la Festa de les Torrades, una jornada extremadamente humilde y que se basa en encender seis brasas en un descampado junto a las viñas con el fin de tostar pan, chamuscar arenques y beber vino. Así de primario. Es una fiesta conceptualmente bien propia del neolítico, quizás, pero los planenses la amamos como si fuera el mejor convite real en el palacio de Versalles en pleno siglo XVIII. Por eso es uno de aquellos días marcados en el calendario y por eso, también, aquel día el AMPA de la escuela municipal celebra una rifa en la cual se sortea un premio gordo. Por sorpresa de todos, sin embargo, este año, por primera vez seguramente desde el franquismo, la rifa se hizo en castellano. O lo que es más patético: en castellano y catalán, a la bilingüe manera.

"Atenció! Us informem que procedirem a sortejar la rifa d'enguany", dijo el presentador del acto justo antes de decir Atención! Informamos que vamos procederemos sortear la rifa de este año". En aquel momento, un servidor estaba haciendo a la brasa un par de butifarras y observando la escena con la sensibilidad de quién mira un Velázquez, ya que cada año me paso el día de las Torrades recitando en voz baja, como quién reza el "Señor, no sois digno que entréis en mi casa..." en misa, aquel poema de Vicent Andrés Estelles que dice "Res no m'agrada tant/ com enramar-me d'oli cru/ el pimentó torrat". En mi caso, como soy como Shin Shan y no me gusta el pimiento, cambiando el pimiento por la chistorra, las berenjenas o las chuletas de cordero. Como decía, pues, yo estaba absorto en mi catarsis horaciana delante de aquellos productos de la tierra sobre el fuego cuando una voz lejana, que no era la de Estellés sino la de un speaker con un micrófono en la mano, me informó en dos lenguas que un sorteo estaba a punto de empezar.

Durante unos instantes, temí que el tipo que cantaba la rifa fuera una marioneta comandada por Carlos Carrizosa, pero sorprendentemente encontré a un chico del Pla la mar de catalán

Automáticamente me levanté, cogí una caña comuna de las que sirven para pinchar las rebanadas de pan y me preparé para el combate, ya que no sé si fue por culpa del impacto de aquel discurso bilingüe o del vino a granel pero comprendí que las milicias populares de Tabàrnia nos estaban declarando la guerra. Armado con mi caña y dejando la carne al fuego, me acerqué al chiringuito donde sorteaban el gran lote con el temor a que el tipo que hablaba fuera una marioneta comandada por Carlos Carrizosa, pero sorprendentemente encontré a un chico del Pla que aparte de ser un tio simpático y padre de alguna criatura, indudablemente es catalán. Alarmado, desorientado y terriblemente cautivado, reclamé que también hicieran la rifa en inglés, y en amazig, y en polaco, y en francés, y en rumano, y en panyabí, y en urdu, y en rumano, y en árabe, pero el tio, sorprendido, me miró con cara de arroz hervido mientras yo buscaba desesperadamente a la alcaldesa del pueblo, de Junts, para preguntarle qué opinaba de aquel disparate. No conseguí encontrarla, sin embargo.

Durante unos instantes, tuve la sensación de vivir en una distopía en la cual Ciutadans había conseguido sumar fuerzas en el Parlamento aquel diciembre del 2017, aplicar su programa electoral, extender el bilingüismo a todo el país y reducir el catalán al estatus de lengua regional sin futuro, de lengua de segunda, de lengua privada. Rápidamente, sin embargo, recordé que no, que aquellas elecciones acabaron con un Parlament con mayoría absoluta de diputados soberanistas, quizás por eso me fastidié todavía más: porque sin haber perdido nunca el control del Govern de Catalunya, el catalanismo ha permitido que aquello que pregonaba Inés Arrimadas se impusiera y en mi pueblo, un reducto agrícola de poco más de mil habitantes sin ninguna triste industria, lleno de campesinos con el John Deere aparcado en medio de la calle mientras hacen el carajillo en el bar y donde absolutamente todas las personas migrantes que han llegado hablan catalán, de repente, el día de la Fiesta de las Torrades, se haga una rifa en castellano. Porque Ciutadans desaparecerá, pero su obra, no.

Uno de mis amigos con hijos, de hecho, ya hace tiempo que nos dice que el grupo de WhatsApp del AMPA emite comunicaciones oficiales en formato bilingüe. Que todo eso pase en un pueblo donde absolutamente todos mis amigos de origen africano, asiático, latinoamericano o de la Europa del Este hablan catalán mejor que la mitad de los presentadores de TV3 es, sencillamente, desolador. Entre el año 2008 y el 2012, en los tiempos buenos del ladrillo y los alquileres económicos, El Pla aumentó su población con la llegada de casi trescientos nuevos vecinos, algunos venidos de muy lejos y otros de muy cerca. La mayoría se han integrado plenamente en el pueblo, participando en las entidades culturales del municipio, haciendo vida social y evidentemente poniendo su granito de arena para montar aquella barricada de tractores aparcados a ambos lados de la escuela que impidió la llegada de la policía el día 1 de octubre del 2017, pero en cambio, en pleno febrero del 2023, en aquella misma escuela donde se defendió una urna para votar en un referéndum, hoy la lengua catalana tiene una presencia secundaria.

Decía Eduardo Galeano que "gente pequeña haciendo cosas pequeñas en lugares pequeños, puede cambiar el mundo" pero la cita también puede leerse negativamente: ¿pueden tres o cuatro familias cambiar la idiosincrasia lingüística de toda un AMPA? ¿Puede tan poca gente enviar un mensaje político como el del bilingüismo en un pueblo donde incluso los gatos parecen decir 'putaespanya!' cuándo maúllan? ¿Pueden unos cuantos vecinos claramente en minoría generar un conflicto lingüístico para después decir que en Catalunya hay fractura social? Pueden, sí, ya que si no defendemos lo que es nuestro, ni que sea con un palo y una caña, algún día nos daremos cuenta de que ya no nos queda nada. Que ya no nos entiende nadie. Que por miedo de herir sensibilidades, acabamos hiriéndonos a nosotros mismos hasta acabar muriendo. Por eso hay que recordar que quizás somos gente pequeña, quizás somos de un lugar pequeño y quizás hacemos cosas pequeñas, pero si yo no me he cansado de pasarme la vida oyendo "no sé donde está" cuando digo el nombre de mi pueblo y teniendo que añadir que es el pueblo de Nissaga de Poder, el de Jean Leon o el del vídeo de pájaros del Cárdenas a fin de que lo sitúen en el mapa, mientras tenga fuerzas para escribir y una voz para poder hablar, no me cansaré de querer cambiar el mundo, porque un mundo donde mi lengua no tiene cabida es un mundo contra el cual vale la pena luchar.