Cuando Joan Laporta decidió cambiar el procesismo futbolístico de la Xavineta para abrazar la precisión asesina del Hansiwagen, corrí a hablar con nuestro presidente (y digo nuestro porque alguien que acusa de "sabelotodo" a sus rivales debe tener todas las simpatías de los culés de todo el planeta aunque no hablen la lengua de la tribu) para decirle lo oportuno que sería que el entrenador de Heidelberg no se catalanizara excesivamente, pues de ser así —a pesar de su persistente condición de hombre estricto y metódico del Estado próspero de Baden-Wurtemberg— caeríamos en el peligro de que se aficionara a las insufribles canciones de Lluís Llach o de Ginestà, con su consecuente dosis vomitiva de melindrería y de amor por la derrota, y es por este motivo, le dije al más alto mandatario azulgrana, que yo estaba dispuesto a renunciar a mi amor exacerbado por el catalán con tal de tener un coach que no abrazara esta cosa tan nuestra de escudar los fracasos en los demás para evadir la propia responsabilidad.

Y, en efecto, durante más de un año, el míster del Barça ha dicho muy pocas cosas en nuestra lengua y se ha visto medio obligado a hablar en español, solo para que conste en acta que tiene don de lenguas, y también ha evitado cualquier afán de discurso de naufragio o de chantaje moral para devolver el club a la liga de los equipos que ganan y no se quejan, que es la misma que la de los Estados con ejército y mirada imperial, como de hecho fue nuestra tierra antes de ser comandada por una pandilla de niños educados en el espacio y como así es a ciencia cierta Alemania, un lugar que ahora es el blanco de todas las críticas debido a la decadencia de Europa pero que puede presumir de una cultura política, artística y musical que ya querríamos en casa, y es desde este tipo de moral que, como recordaba ayer Jan en la asamblea, hemos podido volver a ser un equipo de élite mundial, a pesar del madridismo sociológico y de todos los periodistas cortitos que tenemos en Catalunya, los cuales siguen escribiendo noticias sobre el Barça en español (o pensándolas en español, que es lo mismo), todos los Xavi Bosch y los Antoni Bassas y toda esta gente que querría un Barça apañadito, tan convergente como perdedor.

Pero ahora no toca hacer caso a esta gente porque lo que quería decir este artículo entre tanta suma de preámbulos es que nuestro serísimo entrenador, movido por un afán de sincretismo cultural y de mimetización con nuestras tradiciones, el sábado pasado decidió celebrar la victoria de su equipo con una buena butifarra, lo cual es un idóneo principio de hermanamiento entre civilizaciones, y la cosa no solo se explica porque los alemanes también profesen un amor desmesurado por el Wurst, que condimentamos con una serie de salsas espantosas y verduras avinagradas auténticamente nauseabundas, sino porque Hans-Dieter ha debido creer que dedicar un buen corte de mangas al ganar un partido al final del encuentro es algo tolerable, sobre todo cuando delante tienes un equipo de provincias que se había creído uno grande de Europa (algo esperable si se piensa en el espantoso narcisismo estético-moral de los gerundenses y su espantosa restauración familiar), sino que también uno puede permitirse tal corte de mangas cuando hace unos cuantos minutos que te tragas los gestos y la grosería propia de un árbitro español, que vendría a ser algo muy parecido a la ecuanimidad de un juez del Supremo.

Laporta és un hombre al que le gusta la butifarra y que no tiene ningún tipo de complejo en regalarla de vez en cuando a los burócratas del arbitraje

Y todo esto Flick lo está empezando a ver, y es por este motivo que no solo hay que celebrar sus aparentes arrebatos, por los cuales un entrenador del Madrit nunca habría sido expulsado, sino que también debemos aplaudirlos, porque como la prensa cavernícola no ha podido con Joan Laporta ni con todas las pollas en vinagre del caso Negreira y de la reconstrucción del estadio (unas falsedades que, desgraciadamente e insisto, nuestros Pulitzers de aquí copian al pie de la letra travestiéndose de enemigo español), ahora se dedicarán a destrozar la reputación de nuestro Hansi, de quien yo —volviendo al inicio del artículo— celebro esta aproximación culinaria-gestual al catalanismo, pero al que sigo recomendando exactamente con la misma fuerza que no se tribalice excesivamente como nosotros, gente absurda que aún no sabemos cómo se ganan las Champions ni cómo se hace respetar un equipo en el marco de la fratricida lucha de clubes.

Pero también hay que pensar que para salvar todo esto ya está nuestro presidente, una especie de excepción histórica a nuestros líderes, un hombre al que le gusta la butifarra y que no tiene ningún tipo de complejo en regalarla de vez en cuando a los burócratas del arbitraje, las federaciones y todo quisqui español que intenta ganar partidos en las oficinas del kilómetro cero, un líder que, dada la estulticia de sus rivales, esperamos que continúe más años en el club, hasta que, desgraciadamente, vuelvan los de siempre y acabemos gobernados por gente de lo más repeinada y del Upper, pero que no ganará nunca nada de nada ni nos dará ningún tipo de satisfacción. Dedique los cortes de mangas que quiera, estimado entrenador, que nos mantendremos siempre fieles aquí, para glosarlos.