El día 1-O los catalanes dieron una lección de resistencia al mundo esculpiendo su propia cátedra de fuerza y dignidad contra la policía española y sus burócratas impotentes. La mayoría de ciudadanos no lo han olvidado (a pesar de haberse desentendido de la promesa de sus líderes según la cual su esfuerzo se vería recompensado con la aplicación vinculante de un resultado); pero quien no lo ha borrado de la memoria es la máquina funcionarial española, que como toda cosa peninsular está vertebrada de orgullo y huevos y es poco proclive a obviar derrotas. Todo lo que estamos viviendo, y lo que nos espera, es una calculada humillación que, a diferencia de urdirse en una jornada histórica, tendrá la cadencia de una gota china en la que los tribunales madrileños son auténticos científicos de batuta; a España, como se demuestra día tras día, le vale perder elecciones si tiene los políticos catalanes bien atados en el banquillo.

No hay nada que complazca más a los verdugos que ver reducidos a sus enemigos a seres que luchan con la moral como principal argumento. Pensaba ayer, mientras escuchaba al abogado de Oriol Junqueras, Andreu van den Eynde, relatar a la prensa como el vicepresident de la Generalitat había declarado ante los jueces que pueden regalarle la condicional porque él sólo querría representar dignamente a sus electores, añadiendo que es una buena persona con convicciones pacíficas, un espíritu y una ética que —como os podéis imaginar— al juez Llarena y a todo el alto cuerpo de funcionarios del Estado español le resuda kilométricamente el glande. No, mire, su señoría, ¿sabe usted? Es que yo soy muy buena persona. El vicepresident y su abogado deben pensar que esta es una buena estrategia de defensa (y aquí no me meto) pero sería absurdo pensar que eso no tiene consecuencias políticas.

Todo lo que estamos viviendo, y lo que nos espera, es una calculada humillación que tendrá la cadencia de una gota china en la que los tribunales madrileños son auténticos científicos de batuta

La humillación del Estado consiste y consistirá en hacer desfilar cuantas más veces mejor a los políticos catalanes, presos y sub judice, para hacerles decir en todas las tonalidades posibles que acatan el 155, la Constitución española y, si hace falta, que sueñan con la reaparición de los Reyes Católicos. De hecho, más allá de estrategias de defensa e independientemente de cuál sea el próximo president de la Generalitat, los políticos catalanes que han pasado por judicatura ya han acatado la legalidad española y —a la espera de un juicio que se puede estirar eternamente— esta es una actitud que tendrán que mantener en libertad. Dicho de otra manera, y por si no habíamos insistido lo suficiente, la próxima legislatura del Parlament de Catalunya estará más sometida que nunca al poder central. Le da lo mismo que hayamos ganado las elecciones; si no entiendes esta realidad palmaria lo único que te queda es vivir en las nubes y hacer volar palomas.

A mí ver a mi vicepresident dejándose humillar de esta forma me hace venir una llorera estomacal y una mala leche que no me puedo sacar de encima, y más todavía cuando —nostálgicamente, si lo queréis— de vez en cuando repaso las imágenes del 1-O y veo lo valiente que fue la gente. Allí no había buenas personas, había ciudadanos que querían sacrificar su mandíbula por la libertad. Allí no había moral, que también, porque sobre todo había poder. Y ver todo eso convertido en una maquinaria tristona de "a ver cómo disimulamos que nos estamos sometiendo al poder español" todavía me general más amargura. Me gustaría hablar de otras cosas, de la alegría de los niños al ver la estrella que llega de Oriente, pero no me puedo quitar de la cabeza esta lenta, desdichada y cada vez más miserable humillación. Los lectores, a menudo, me piden soluciones y propuestas: sinceramente, sólo tengo la rabia.