Leo en el diario que el 1 de enero de 2025 la población de la ciudad de Barcelona ha alcanzado los 1,73 millones de habitantes, la cifra más alta desde 1986, con un incremento respecto al año anterior del 1,7%. Un 35% de los barceloneses han nacido en el extranjero. Menos de 800.000 barceloneses han nacido en la misma ciudad, y, por tanto, más de la mitad de los vecinos han nacido fuera de Barcelona. En consecuencia, tenemos una ciudad que es un mosaico de lenguas, culturas, religiones y procedencias; lo que dificulta que asuman correctamente los elementos propios de la forma de ser barcelonesa. Ni que decir tiene que el sentimiento de pertenencia y de comunidad ha languidecido, como ocurre en todo el mundo. En EEUU hace años que llegaron a la conclusión de que no eran el melting pot que habían soñado, sino un salad bowl, donde todo el mundo vive conjuntamente en un sitio pero mucha gente no está dispuesta a renunciar a su propia comunidad para integrarse en la sociedad de acogida. Y esto lo digo, por ejemplo, pensando en algunas comunidades de europeos ricos que viven en Barcelona, con sus escuelas y sus clubes sociales, que viven y se comportan como si fueran ingleses en Calcuta durante el siglo XIX. Conozco incluso el caso de una familia inglesa que sacó al hijo de la escuela internacional en la que estaba matriculado porque se habían dado cuenta de que su hijo no conocía absolutamente a nadie de Barcelona. Es justo y evidente afirmar que hay miles de recién llegados que quieren conocernos y quieren integrarse, pero no lo tienen fácil cuando el contacto con los autóctonos no es tan sencillo y cuando la Administración ni siquiera ofrece cursos de catalán suficientes a los que quieren aprenderlo. A todo esto hay que añadir que la población envejece; tenemos más de mil barceloneses que superan los 100 años de edad y, por el contrario, los barceloneses menores de 16 años solo suman el 12% de la población de la capital.
El pasado año, pues, la ciudad de Barcelona sumó unos 30.000 nuevos vecinos y vecinas. Podemos comparar esta cifra con el número de viviendas nuevas construidas; desde 2018, cuando entró en vigor la reserva del 30% para vivienda protegida en las nuevas promociones, se han levantado en Barcelona 26 pisos y se ha dado licencia para hacer 80 más. Todo sumado, 106 viviendas nuevas en 7 años. No hace falta ser Einstein para ver que las cifras no casan en modo alguno. Por tanto, las decenas de miles de personas que llegan cada año a la ciudad, ¿dónde viven? Muy fácil: se agolpan en pisos compartidos o se dividen los pisos existentes en habitaciones. La calidad de la vivienda se degrada y se encarece. La falta de vivienda hace que las familias de clase media destinen una parte demasiado grande de los ingresos a pagar el hogar y, por tanto, reducen el número de hijos. No existe ningún plan de la Administración para afrontar esta situación, en una ciudad que, por otra parte, no tiene espacio para crecer, ubicada entre la montaña y el mar. Los servicios públicos se tensionan y se colapsan, el espacio público está masificado y el transporte público está saturado. En este contexto, los hijos de los barceloneses de toda la vida se marchan a la segunda o tercera corona porque no encuentran un piso donde vivir. La clase media barcelonesa queda aplastada entre los expats ricos que compran los pisos a precio de oro y los grupos más desfavorecidos que se agolpan en pisos compartidos. Tenemos una ciudad cada vez más desigual y con menos sentido de comunidad.
No hay ningún plan para frenar el crecimiento desmedido de la población, no hay ninguna medida para controlar el padrón municipal
El alcalde Jaume Collboni ha dicho varias veces que es necesario preservar la identidad de Barcelona; concretamente, se ha referido en varias ocasiones al espíritu de la ciudad como ideal a preservar y proteger. Estoy del todo de acuerdo. Sin embargo, como decía José Montilla, compañero suyo de partido y expresidente de la Generalitat de Catalunya, en política se necesitan hechos, y no palabras. Y los hechos no van en esa línea, precisamente. No hay ningún plan para frenar el crecimiento desmedido de la población, no hay ninguna medida para controlar el padrón municipal, no hay ninguna política de vivienda realista más allá de la propaganda oficial, no se toman medidas expeditivas en defensa de la lengua catalana, no se ha derogado la medida contraproducente del 30% de reserva para vivienda protegida en cualquier promoción, su partido quiere ampliar el aeropuerto del Prat para atraer a más turistas, los cruceristas se han incrementado un 30% al inicio de esta temporada turística, el combate contra la delincuencia multirreincidente es un fracaso, no se defiende suficientemente el comercio de proximidad ante las grandes plataformas y no se toma ninguna medida para eliminar a los taxistas que no solo no conocen la ciudad, sino que ni siquiera entienden el catalán o el castellano. Todas estas políticas toleradas van en detrimento de la preservación de la identidad de la ciudad, y esto lo sabe todo el mundo.
Se pueden tomar muchísimas medidas para empezar a revertir la situación, aunque la solución no es de un día para otro. Pero el problema de fondo es de modelo económico; poner buena parte del futuro de la ciudad únicamente en el cesto del turismo es una condena para las futuras generaciones. El turismo, lisa y llanamente, implica la importación de mano de obra poco cualificada para atender a personas de fuera en instalaciones que, en buena parte, pertenecen a grandes grupos empresariales extranjeros. Es cierto que existen grandes empresarios barceloneses del sector y trabajadores muy cualificados, que intentan desestacionalizar el turismo y darle un valor añadido en el ámbito cultural, gastronómico o de congresos. Pero la mayoría de turistas vienen porque hay sol, playa y juerga a precios económicos. Además, saben que aquí pueden rebajar sus estándares cívicos porque todo está permitido. Los barceloneses somos, en este modelo económico, los figurantes de fondo, el decorado de detrás. El ou com balla, los castellers, las hogueras de Sant Joan, la senyera, la Moreneta, las alpargatas y las vermuterías son el complemento ideal para el turismo, la excentricidad de los aborígenes, carne de instagram. Somos los catalanets de este parque temático que es Barcelona y que cada vez es menos Barcelona.