Con la que está cayendo en Kiev y otras ciudades de Ucrania; con la que nos puede caer encima una vez Vladímir Putin ha llegado a amenazar con el uso del arma nuclear si la OTAN intenta pararle los pies; cuando las administraciones y la buena gente se preparan para acoger refugiados o se preguntan cómo podrían ayudar, mientras muchos vecinos nuestros, ucranianos y rusos, expresan en la calle su rechazo a la guerra… Mientras sucede todo esto aquí se vuelve a pasar cuentas con el independentismo, que, por lo visto, aún no ha recibido bastante. A raíz de que alguien fantaseó en su día con un apoyo ruso o se le ocurrió incluir a Rusia entre los actores internacionales con los que debería contar el procés, hay quien se pregunta, con escándalo, qué habría sucedido si Putin hubiera reconocido a Catalunya. ¿Acaso la Federación Rusa no tiene embajada en Madrid abierta incluso ahora? ¿A qué espera Pedro Sánchez para romper relaciones diplomáticas? A la vez, se apunta que ahora sí que se ha acabado el procés —a quién se le va a ocurrir volver a pedir la independencia unilateral— y que quien no quiera verlo que Santa Lucía le conserve la vista, como si los referéndums del Donbass, el equivalente a los Sudetes de Hitler, fueran la verdadera causa de la invasión rusa de Ucrania. Desde otras perspectivas, los hay que proponen regalar Ucrania entera a Rusia en una especie de gran operación de apaciguamiento del inquilino del Kremlin y alguno más invoca la espectral mesa de diálogo de Sánchez sobre el conflicto político Catalunya-España —que sigue sin reunirse— como lo que los ucranianos necesitarían como agua de mayo para evitar lo peor.

"A Putin le gustaría Puigdemont​", es el último pedo que ha soltado en la agonía de C's el siempre ingenioso Carlos Carrizosa. La invasión de Ucrania que Putin ha realizado con la zafia coartada de la autodeterminación prorusa del Donbass sirve ahora para criminalizar al independentismo como en los años noventa la guerra y desmembración de Yugoslavia se utilizó como espantajo para desfigurar los nacionalismos moderados catalán y vasco. Era la época en la que Jordi Pujol, ante las independencias bálticas (de nuevo, en peligro) dijo aquello de que Catalunya era como Lituania pero España no era la URSS, cosa que no sé si ahora diría con tanta claridad respecto a la Rusia de Putin. En aquel momento, CiU y PNV apuntalaban los gobiernos del PSOE en Madrid como luego lo hicieron con los del PP. Y ahora, dos autodeterministas como Oriol Junqueras y Arnaldo Otegi, líderes de las izquierdas independentistas en Catalunya y Euskadi, ex presos ambos, hacen lo propio con el ejecutivo de Sánchez y Podemos, pese al escaso resultado —cuanto menos, por lo que se refiere a ERC— de un apoyo parlamentario crucial. No parece todo ello una ofensiva desestabilizadora del orden estatal español sino más bien todo lo contrario.

No recuerdo yo haber visto milicias independentistas catalanas armadas hasta los dientes custodiando los centros de votación en el 1-O como sucedió en los referéndums del Donbass

En este cuadro, los referéndums de autodeterminación celebrados en la Crimea ocupada por Rusia ilegalmente en el 2014 y, después, en las autoproclamadas repúblicas de Donetsk y Lugansk, en el Donbass —todos ellos territorios de mayoría prorusa o rusohablantes tras los movimientos de población y la limpieza étnica provocados en la época de Stalin— se parecen al referéndum del 1 de Octubre como un huevo y una castaña. A menos que me falle la memoria, no recuerdo yo haber visto milicias independentistas catalanas armadas hasta los dientes custodiando los centros de votación en el 1-O como sucedió en los referéndums del Donbass. En cambio, me vienen a la memoria con más nitidez las cargas de la Guardia Civil y la policía española contra civiles desarmados que solo podían poner su cuerpo frente a las porras y el material antidisturbios y que produjeron en pocas horas más de un millar de heridos, hasta que, al mediodía, alguien ordenó parar aquel despropósito —la historia del procés desde el otro lado, el de los despachos y cuarteles de Madrid sigue sin tener libro—. Las comparaciones son odiosas, pero siguiendo por ese camino, es entre la represión española del independentismo catalán en el otoño del 2017 y el ataque de Putin a Ucrania en este febrero del 2022 en lo que se puede hallar un asombroso parecido, un siniestro aire de familia.

Es entre la represión española del independentismo catalán y el ataque de Putin a Ucrania en lo que se puede hallar un asombroso parecido, un siniestro aire de familia

Las amistades peligrosas de la Rusia de Putin no están en el independentismo catalán sino en el trumpismo hispánico, encarnado en Vox y, por extensión, en quienes, ya sea por fuerza o por secreta convicción, parecen prestos a imitar a los de Abascal en sus maneras y en sus discursos. La indisimulada admiración por el matonismo de Putin que profesan los ultranacionalistas hispánicos, anfitriones de una reciente cumbre de la ultraderecha europea en Madrid, a la que hoy no sé si volverían a asistir los primeros ministros de Polonia y Hungría, remite de nuevo a un aire de familia, a una insospechada convergencia de talantes. O sea, a esa (anti)política del “por mis cojones”, que une en el mismo plano la dialéctica falangista de los puños y las pistolas de los años treinta y, noventa años después, el trumpismo-putinismo, que finalmente ya tiene su guerra. Una guerra que esta vez no librará en Twitter —que también— sino por tierra, mar y aire. Pandemia y guerra como las de antes, retorno al pasado (o al retrofuturo).

Por el momento, la presión ultra (indirecta) ya se ha cargado al líder del principal partido de la oposición española mediante un golpe de estado interno en toda regla propiciado no tanto, que también, por la torpe y desquiciada batalla por el poder entre Pablo Casado y Isabel Díaz Ayuso, sino por el temor al sorpasso, a que la ultraderecha acabe rebasando al PP en las urnas y que este implosione como en su día lo hizo la UCD. Los que andan tan inquietos por las presuntas amistades peligrosas del independentismo catalán en el Kremlin harían bien de caer en la cuenta de que los verdaderos amigos españoles de Putin pronto podrían alcanzar la Moncloa o bloquear el próximo parlamento español. Una cosa en la que el independentismo catalán, para bien o para mal, ni está ni se le espera, como muy bien han podido comprobar todas las cancillerías de esta Europa de nuevo pasmada ante el espejo.