Disfrutamos de un puñado de intelectuales poderosos a los que no engrandecemos lo suficiente. Uno es Gabriel Amengual, catedrático emérito de Filosofía en la Universitat de les Illes Balears, profesor de filosofía moderna y contemporánea, sobre todo de autores alemanes. Ha estudiado en Münster, en Roma y en Barcelona, y es uno de nuestros sabios lúcidos, con un hablar delicioso, al que oímos poco y deberíamos amplificar. Es doctor en filosofía y teología (dos doctorados), nacido en Santa Eugènia, en Mallorca, en 1943, y tiene la capacidad de saber difundir algunas claves que nos permiten navegar con más nitidez por los mares de la incertidumbre que nos abruma. Sabe explicarnos muy bien —y en un catalán muy pulido— por qué tenemos como coordenada general el individualismo: todo parece girar en torno al individuo, y en muchos aspectos parece haberse convertido en el valor básico. En su volumen La religión en tiempos de nihilismo, editado por Cruïlla y la Fundació Joan Maragall, expone cómo el individuo se encierra, y da lugar al fenómeno que vulgarmente llamamos individualismo, que “consiste no tanto en la autonomía como en la independencia, o incluso en el aislamiento y la soledad, y en la atomización: cada cual va por su lado”.

Este ir cada uno por su lado se hace patente en la falta de asociacionismo en nuestro país y, por lo tanto, faltan estructuras sociales. Cuando el individuo se disuelve se convierte en un dato. Amengual señala críticamente que según esta lógica, si queremos saber la opinión de un individuo, no hace falta hablar con él, sino que basta con mirar la clase social, la formación académica, su posición económica. Es un individualismo del dato frío. El número.

Este individuo que se absolutiza cae en el narcisismo, en el absoluto autocentramiento, el hedonismo, el cuidado psicológico y el cuidado-culto al cuerpo

Esto conduce a la falta de personalidad y la despersonalización que nos lleva a la falta de responsabilidad. Parafraseando a la filósofa Adela Cortina, de la moral del camello, cargado de deberes y obligaciones, hemos pasado a la moral del camaleón, la adaptación al medio. Amengual, nuestro sabio, ve cómo la disolución del individuo se muestra en la masificación y el gregarismo, que no tiene nada que ver con la solidaridad y la cohesión social, ya que estas presuponen personas sujetos de habla, de diálogo, de deliberación, decisión, acción y cooperación. El gregarismo, concluye, es la caricatura de la solidaridad. Y este individuo que se absolutiza cae en el narcisismo, en el absoluto autocentramiento, el hedonismo, el cuidado psicológico y el cuidado-culto al cuerpo. Es muy pertinente el pensador mallorquín cuando advierte de que el narcisista puede formar sociedad, pero no comunidad. Y esta es nuestra sociedad, centrada en el individuo narcisista, con su necesidad de satisfacer sus necesidades, que por supuesto son infinitas, y por lo tanto se verán, por supuesto, frustradas. La sociedad que resulta de ello es un conjunto falto de proyecto, de principios, de memoria. Y además esta sociedad ejerce un poder coercitivo y brutal sobre el individuo, abrumado, que sin ideales compartidos está desorientado. Un horizonte con una sociedad materialista, adinerada, insolidaria, infeliz, que siempre tiene más pero siempre es menos, desigual, mal repartida, marginadora. El nihilismo, el vacío, puede describir este presente desolador. Pero por suerte hay margen para la esperanza, y aquí es donde la propuesta de Amengual acierta: no contrapone ingenuamente la fe y una propuesta, en su caso cristiana, como antídoto válido. Coge el pensamiento de Leopold von Ranke, que ya en el siglo XVIII sentenció que “todas las épocas son inmediatas a Dios”. El nihilismo permite borrar toda distorsión de las imágenes deformadas de la religión. Purifica. Es catártico, porque limpia. Ahora que los medios de comunicación empiezan temporada y hacen tantas renovaciones, podrían tener en cuenta a nuestros Amenguales, gente que acierta y que con conocimiento, trayectoria y sensatez, tiene mucho que decir.