El género musical más acreditado de Lisboa encapsula frustración y desgracia, pero también juega con la nostalgia y la solidaridad. El poeta y escritor Fernando Pessoa dictaminó con severidad la relación del fado y la fe: "El fado es el cansancio del alma fuerte, la mirada de desprecio de Portugal al Dios en que creyó, y también lo abandonó". El fado se asocia al alma lisboeta y cautiva por el desgarro que reviste.

El verano ha empezado en Barcelona coincidiendo con el Festival de Fado, donde han vuelto las melancólicas voces este año recordando los 100 años del músico Carlos Paredes. La poética fadista incorpora el antiguo clamor de los esclavos y del mar y se adentra en una hermenéutica de los descartados con resonancias muy espirituales, aunque este género musical urbano lisboeta rehúya etiquetas y más si huelen a incienso.

La Fundación Cupertino de Miranda ha editado un opúsculo sobre La teología del fado, de Cátia Tuna, donde argumenta que hay dos ejes fundamentales en el fado, la saudade, aquel desaliento o mal de corazón, y el destino. El fado ha sido visto también como espacio de enunciación o comunidad de escucha, como cadena de transmisión oral de las vicisitudes de la vida y de la muerte, como canal de solidaridades y rupturas.

En el fado encontramos pasión, abandono, pecado y Dios, con una teología de la desgracia de los degradados y los indigentes, un género de los márgenes y de la prostitución donde la resignación cristiana está presente, pero también la fuerza de la revuelta

La voz más emblemática del fado, la de Amália Rodrigues, no se podía desvincular de la espiritualidad, que no es lo mismo que la devoción católica marcada por Fátima. Canta: "Un desasosiego me lleva a buscar el abrazo del Señor, que Dios me perdone, si es un crimen o un pecado, pero yo soy así, y, huyendo del fado, huía de mí". En el fado, de Artur Ribeiro a la misma Amália, encontramos pasión, abandono, pecado y Dios, con una teología de la desgracia de los degradados y los indigentes, un género de los márgenes y de la prostitución donde la resignación cristiana está presente, pero también la fuerza de la revuelta.

Rui Vieira, historiador de este género, subraya el origen brasileño, africano y europeo, recordando que es una melodía donde se mezclan procesos sociales, literarios y de vida. El fado vive un auge en la década de 1940, a pesar de tener un origen anterior, y se ha popularizado precisamente por narrar la cotidianidad. Políticos de todos colores se lo han querido apropiar, pero el fado siempre se escapa, porque es del pueblo. Lo han querido silenciar y despreciar, pero siempre retorna.

El fado se afana también por la conexión con un padre o una madre, es un grito atronador y melancólico que lamenta una orfandad que duele.

Dulce Pontes lo explicó impecablemente: el fado "permite curar heridas, es un trabajo espiritual".