1. “Hemos perdido dos años de nuestras vidas”. Así de tajantes se manifestaban unas chicas ante el portal de una discoteca la primera noche que el ocio nocturno levantó de nuevo las persianas. Cada cual ya sabe cómo pierde el tiempo. No creo que nadie recuerde los dos últimos años sin una mueca de disgusto. Incluso los que han aprovechado el confinamiento para crear, ya fuera un libro, ya fuera una sinfonía, seguro que recuerdan con desazón esos días. Cristina Masanés acaba de publicar Eroica (L’Avenç), una especie de dietario de los sesenta y cinco días de confinamiento, inspirándose en la contemplación del cielo mientras escuchaba la sinfonía n.º 3 de Beethoven, la “Sinfonia eroica composta per festeggiare il sovvenire d’un grand'uomo”. Supongo que lo hacía para animarse. Hay gente a la que le asusta la quietud, el silencio, el recogimiento, la introspección. La soledad, al fin. Necesita aliento. Se dice que salimos de la pandemia con más divorcios que nunca. No lo dudo. Yo mismo soy víctima de ello, por no recurrir a otros ejemplos que conozco. Una escritora de moda, Carlota Gurt, que ha publicado una primera novela que no he leído, Sola (Proa), habló del divorcio en una de sus metáforas mortíferas que publica regularmente en Catorze14. ¿Qué provoca el divorcio? —se preguntaba—. Darnos cuenta, dice ella, de que vivimos con alguien que ya no habita en el mismo continente que nosotros. Y es que el divorcio mental es previo al divorcio físico. Esto lo añado yo.

2. Las chicas que se lamentaban por haber perdido dos veces doce meses de su vida —lo que es todavía más dramático si lo traducimos en 104 semanas, 730 días, 17.520 horas, 1.051.200 minutos y 6.307.200 según— no creo que se hayan divorciado. El tiempo que aseguran haber perdido no asusta tanto como los 25.800 años que dura el año platónico, el gran año que completan los signos del zodíaco y que no tiene nada que ver con el amor. Es otra cosa. Es el periodo durante el cual el eje de la tierra describe un círculo completo a causa de la precesión. Digamos el movimiento de la Tierra que se asemeja al de una peonza. Quizás estas chicas han vivido una ruptura amorosa, que cuando eres joven es tan dramática como la disolución del vínculo con alguien con quien convives, y eso les ha provocado una mayor frustración. Quizás echaban de menos que alguien les diera alma. En la sociedad de hoy en día, el ocio está sobrevalorado, mientras que perder el tiempo merece todo tipo de recriminaciones. A pesar de que he crecido en el seno de una familia que apreciaba la cultura, la contemplación, estar sentado sin hacer nada, no estaba bien visto. Enseguida te ponían el sambenito de holgazán. En casa o en la escuela, la recriminación era la misma. Al final, ya de mayor, descubrí que para escribir necesitaba cierta misantropía. Tratar con otras personas me distrae, me agobia, cuando pienso. Además, mi disgusto aumenta cuando alguien me interrumpe mientras estoy escribiendo.

Bienaventurados sean los que se pueden quejar porque, suertudos, viven dignamente

3. Me estimula más el libreto El derecho a la pereza (1880), de Paul Lafargue, el yerno de Marx y suicida insigne, que la “ideología de trabajo” de Max Weber, tan puritano él. Lo que quiero decir es que no tengo nada en contra de quien cree que la vida es una especie de fiesta permanente. Solo pido coherencia. En una de las muchas noches de insomnio que arrastro, en vez de aprovechar para ir a una discoteca, aunque ya no tenga la edad, miro series, que es el sustituto del sexo para mucha gente solitaria. Esta última semana vi una en Netflix que me impactó. Se titula Maid (Criada) como el libro de Stephanie Land que la inspira. La novela de Land, autobiográfica, es un retrato aterrador de la pobreza extrema en los EE.UU. Pero también es un relato de esperanza. No se preocupen, no les haré ningún espóiler. No les aguaré la fiesta. Observen cómo arranca la narración: “Mi hija aprendió a andar en un refugio para personas sin hogar”. Cierren los ojos e imagínenselo. La escena los conmoverá. Como me conmueve ver en las puertas del Museo Can Framis las personas sin techo que duermen ahí. No son arte contemporáneo. Son una estadística del capitalismo. Es el fracaso de un sistema. Veo a estas personas cuando salgo de mi casa para ir a trabajar, donde, cuando llego en bicicleta, tengo que esquivar, si no quiero atropellarlas, más personas sin hogar que duermen ante las puertas de una facultad, ¡oh, paradoja!, dedicada a explicar la vida, aunque sea en tiempo pasado. Todo el mundo disimula, como si ellos no estuvieran. La suya es otra manera de “perder” el tiempo, porque son una pandemia asimilada que les obliga a malvivir entre cartones y mantas viejas. Nadie se lamenta por ello, ni cuando los echaron para instalar un centro de vacunación. Ahora que ya han desmontado este punto para salvar vidas de los que vivimos bajo un techo y la facultad ha mandado abrillantar el suelo, los sintecho han vuelto a “su casa”.

4. Lo peor es la renuncia voluntaria al bienestar. Necesito gandulear para vivir y para crear, pero me considero un privilegiado, como muchos de mis alumnos, que se quejan por norma. Jamás he conocido un alumno que viviera en las condiciones de la protagonista de Maid. Bienaventurados sean los que se pueden quejar porque, suertudos, viven dignamente. Es por eso por lo que me enervé cuando leí la decisión del departamento de Universitats de renunciar a exigir el B2 de conocimiento de una tercera lengua (inglés, francés, alemán o italiano) para obtener el grado. Mejor dicho, el Govern ha decidido traspasar la responsabilidad a las universidades y así sacarse el muerto de encima. Los males gobernantes actúan siempre así. De momento, solo la UdG se mantiene firme y exige el certificado a sus alumnos. Las organizaciones estudiantiles se quejan y reclaman al rector gerundense, Quim Salvi, que los libre de una “pena” como esta. Deberían reclamar lo contrario, porque exigir la excelencia es reclamar lo que es justo. Es un derecho. Saber idiomas sirve incluso para entablar amistades en las discotecas. Personas que charlan con personas. Sirve para aprovechar el tiempo y para gandulear ante una pantalla de TV. La Generalitat, que a menudo se enorgullece de que estamos ante la generación mejor preparada, confundiendo titulación con competencia, afirma que ha tomado esta medida por realismo. ¡Qué excusa más pobre! Es paternalismo, “la domesticitat narcòtica de qui s’acostuma a la renúncia”, como escribió Masanés el cuadragésimo día de confinamiento. La abdicación de quien ha crecido con el fraude pedagógico del “progresa adecuadamente”. Las autoridades catalanas harán perder a los jóvenes, no dos años, sino el futuro. Los condenan a la pobreza intelectual.