El viernes de la semana pasada dicté una conferencia en la Universitat de Girona, invitado por la profesora Gemma Ubasart, del Seminario Permanente de Ciencia Política. Me propusieron hablar de catalanismo e identidad nacional. Me esforcé tanto como supe y la tarde acabó con preguntas de los alumnos, incluyendo una de una chica que hablaba el catalán con un acento inequívocamente del Este. Las aulas, universitarias o no, son hoy en día la expresión de la diversidad etnicocultural.

Volví a Barcelona con el AVE de las 18.54 h. Procedía de Lyon y andaba lleno hasta la bandera. Me extrañó que estuviera tan abarrotado, quizás porque me he acostumbrado a las restricciones de la pandemia. Pero la gente era tanta, que el asiento que tenía reservado estaba ocupado. El revisor se movía de un lado para otro buscando asientos libres. También se dirigió a mí y me dijo que me buscaba un hueco. Y así fue. Me sentó junto a una chica rubia, que muy amablemente retiró del asiento libre la bolsa que cargaba llena de ropa. Tenía el ordenador abierto y observaba un mapa donde destacaba la capital de Lituania, Vilna, rodeada de otras ciudades cuyo nombre no detecté porque estaba escrito en cirílico.

Puesto que el trayecto de Girona a Barcelona es corto y no estábamos en el vagón del silencio, aproveché el rato para charlar con un amigo por videoconferencia. El teléfono se deslizaba en la mesita. Entonces la chica me ofreció el estuche de tela de su ordenador y seguimos en lo nuestro hasta llegar a Sants. Cuando nos levantamos para salir, la chica me preguntó, con un inglés correcto, si yo vivía en Barcelona y dónde. Le respondí, además de agradecerle que me hubiera ofrecido el estuche. Aquí se acabó la conversación. El revisor iba de cráneo. Se paró a mi lado y vi como desde el móvil ponía en marcha una grabación con una descripción: “Texto para emitir en ucraniano”. Fue en aquel momento que me di cuenta, cuando no podía dar marcha atrás y la chica ya se había apeado del tren, de qué tipo de pasajeros viajaban en aquel compartimento. Es cierto que me había sorprendido el silencio absoluto, inusual cuando se reúne tanta gente en un espacio tan reducido.

Esta oleada de refugiados es culpa, en primer lugar, de Putin, que es quien decidió invadir Ucrania. Pero también es culpa de la UE, que no supo poner freno a la guerra

Cuando bajé al andén, la presencia de un montón de voluntarios de la Cruz Roja me dejó claro de dónde venían esos pasajeros que llegaban a Barcelona en tren y discretamente. Afuera había unas cuantas personas que blandían carteles y también cámaras de televisión. Me dio rabia haber sido tan enjuto con aquella chica que, seguramente, buscaba un poco de confianza. Todos los refugiados tienen motivos para estar asustados, sobre todo porque huyen de las bombas y del terror. Aun así, los refugiados ucranianos han tenido más suerte que los refugiados que llegan, por ejemplo, de Siria, Burkina Faso o del Yemen. El trato amable que la Unión Europea da a los ucranianos es gracias a la aplicación de una directiva europea que lleva veinte años guardada en un cajón y que no había sido desplegado hasta hoy. Es un trato justo, si bien es inversamente proporcional a la protección militar que les ha ofrecido la UE para que no se viesen obligados a abandonar su casa. Esta oleada de refugiados es culpa, en primer lugar, de Putin, que es quien decidió invadir Ucrania. Pero también es culpa de la UE, que no supo poner freno a la guerra y, cuando ya estaba en marcha y el gobierno Zelenski consiguió contener el avance de las tropas rusas, no le proporcionó el apoyo logístico para acabar con la agresión rusa. El miedo —o esta es la excusa— de que Putin esté dispuesto a provocar el holocausto nuclear ha llenado Europa nuevamente de desplazados que se esparcen por todas partes.

Ucrania es Europa, Rusia solo lo es a ratos. Este tipo de consideraciones cuentan cuando los europeos toman decisiones. La incapacidad europea para mediar en los conflictos armados está más que probada. En los Balcanes ya se pudo constatar. Para llegar a un acuerdo ante un conflicto hay que tener voluntad de lograrlo, pero, sobre todo, es necesaria una política común. El peso de los estados en la toma de decisiones de la UE provoca que, a menudo, sea inoperante. Si la UE es incompetente para convertirse en mediadora en los conflictos nacionales que tienen planteados varios estados miembros, ¿qué se puede esperar ante un conflicto como el actual? Al final, ya lo verán ustedes, China, dominada por una voraz dictadura marxista-capitalista, aprovechará la ocasión para convertirse en protagonista de una mediación que un tipo tan chapucero y sectario como Josep Borrell es incapaz de encarrilar. El problema no es él, sino los jefes de estado y los primeros ministros de una UE gerontocrática, burocratizada y sin proyecto. No es que lo celebre, evidentemente, solo lo constato. Querría que la integración europea fuera real. Los británicos usaron mucha demagogia al plantear el Brexit, pero la UE tampoco lo hizo bien y, además, reabrió el conflicto de Irlanda del Norte. Entre los mandatarios europeos había brexiters camuflados, como ahora hay quien fomenta que se alargue la guerra ruso-ucraniana para obtener beneficios contables.

Volvamos a la cuestión de los refugiados y las personas desplazadas. A raíz de la crisis migratoria de 2015, se llegó a escribir que Europa vivía en primera persona una tragedia de dimensiones globales. En su momento lo encontré exagerado, porque la Guerra de los Balcanes de 1991-2001 ya fue un desastre humanitario de primer orden y generó una oleada de solidaridad, por lo menos en Catalunya, inigualable, únicamente comparable con la movilización actual. Lo han explicado muy bien, por citar un solo ejemplo, los autores de los libros, coordinados por mi amigo Jordi Tolrà, Refugiats als Balcans: Una experiència de solidaritat universitària (2002) y Refugiats de guerra en el món (2004), que incluye, este último, los efectos devastadores y migratorios de los conflictos en el Sáhara, la región de los Grandes Lagos, Afganistán o Guatemala. En la crisis de los refugiados sirios, Moscú también fue protagonista, porque supo aprovechar la recurrente ineficacia europea para plantear a Francia, especialmente después de los atentados de París del 13 de noviembre, una alianza para combatir el islamismo. Esto permitió a Putin apuntalar el régimen autoritario de Bashar al-Ásad, a quien ofreció cobertura aérea para los combatientes sirios, que también recibían el apoyo de unidades iraníes y miembros de Hezbollah del Líbano. Eso tapó que el principal responsable de la crisis de refugiados era, precisamente, el mismo régimen, que atacaba a la población civil. La intervención rusa la agravió. La herida sigue abierta todavía hoy en día.

En aquel conflicto ya quedó demostrado que la UE era ineficaz para poner freno a la violencia. Y los señores de la guerra fomentaron la desesperación. Los refugiados sirios llegaban a Europa en unas condiciones muy precarias. En Alemania, el país que más generosamente acogió refugiados, se produjo un fenómeno espantoso. Según la Oficina Federal de Investigación Criminal (BKA), en julio de 2016, 8.991 refugiados menores de edad que habían llegado a tierras alemanas en 2015 nadie sabía dónde estaban. Habían desaparecido. Los refugiados ucranianos, en cambio, llegan en clase turista, cuando menos en Barcelona, porque son europeos y cristianos, lo que les da una ventaja respecto de los bosnios que llegaron en los años noventa y no digamos de los sirios. Estos refugiados eran sobre todo musulmanes. En el Tratado de Lisboa se afirma que la UE tiene que velar por el “respecto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, estado de derecho y respecto de los derechos humanos, incluyendo los derechos de las personas que pertenecen a minorías”. Todos sabemos que mientras no cambie el actual orden mundial, todo esto es retórica buenista. Cuanto más se alargue la guerra de Ucrania, más refugiados provocará y los europeos se verán perjudicados. Está muy bien acoger y velar por los derechos humanos de los refugiados. Estaría mejor que la UE —y que todos nosotros se lo exigiéramos con más determinación— se hubiera avanzado al drama de los refugiados con una política de distensión del conflicto.