Óscar Pérez Solís, militar nacido en 1882 en Bello, Asturias, fue un falangista asturiano de primera hora quien después de la guerra civil ocupó el cargo de gobernador civil de Valladolid. En 1920 había fundado el Partido Comunista Obrero Español (PCOE), escisión del PSOE, y cuando el Komintern obligó a los dos partidos comunistas españoles a unificarse, llegó a ocupar la secretaría general del PCE. En dos décadas, Pérez Solís recorrió el camino que va del totalitarismo rojo al totalitarismo negro. En el transcurso del viaje sufrió prisión y exilio. No tuvo una vida fácil, porque, además, según dicen, era un gay que nunca salió del armario. La última vez que estuvo en prisión por “rojo”, durante la dictadura de Primo, empezó un proceso de reconversión místico-religiosa, que en su caso resultó ser el puente que le ayudaría a dar el salto del rojo al negro. En 1928, su conversión ya era conocida por todo el mundo. En la prisión del Castell de Montjuïc se convirtió en un tránsfuga de la mano del padre Gafo, asturiano como él. ¡Qué carrerón! Entonces Pérez Solís se puso a escribir artículos patrióticos en el diario falangista El Español, que no la actual cabecera de P.J., a pesar de que a veces no se note la diferencia, sino el de los años cuarenta, cuando lo dirigía otro antiguo comunista, Juan Aparicio. Y sin embargo, Pérez Solís no acabó de encajar entre las huestes del régimen patibulario.

El joven historiador Steven Forti dedicó una parte de su tesis doctoral a este personaje. La pléyade de antiguos comunistas —y algún anarcosindicalista— que acabó adhiriéndose a la Falange o directamente al Movimiento, fue tanta o más como el número de catalanistas de derechas que, asustados por la supuesta deriva hacia el abismo de la República, se convirtieron en franquistas o colaboraron con el nuevo régimen. Hubo comportamientos de todo tipo: desde el entusiasmo de Ferran Valls i Taberner, hasta la adhesión más moderada, pero igualmente vital, de Francesc Cambó, que puso su fortuna al servicio del golpe de estado. Las cosas claras. La historia es la que es y no le demos más vueltas. Forti defiende la importancia del peso de la nación en las conversiones como la de Pérez Solís. No estoy muy seguro de ello. O quizás sí, no lo sé. Lo que está claro es que hubo catalanes franquistas que antes se declaraban catalanistas, como hoy en día vemos a catalanes unionistas que abrazan el autoritarismo. La cuestión no es la nacionalidad de quienes sostienen una posición o la otra, es el prejuicio antidemocrático de los que presuponen que porque ellos disponen de un Estado no pueden permitir que otros pueblos puedan llegar a ser estados democráticamente, sin violencia, que es el procedimiento habitual para conseguirlo. Esta semana en el Parlament, Iceta, un catalán de pura cepa, socialista, pero más unionista que las maracas de Machín, soltó que no cejarían en el empeño de perseguir a los dirigentes soberanistas hasta que no renunciaran a la independencia. ¡Olé! La excomunión papal. La Inquisición moderna.

Un día hubo falangistas, como Pérez Solís, que trataban con más humanidad a los adversarios que los iliberales Albert Rivera y Inés Arrimadas tratan a los independentistas

Cuando alguien santifica la nación, o el Estado, o la Iglesia, y proclama que su objetivo es eliminar a quien ponga en entredicho la patria, la ideología o las creencias, entonces es que estamos ante un fundamentalista. Y los fundamentalistas odian la diferencia. Odian a la razón. Odian a la inteligencia. Odian a la libertad. Al fin y al cabo odian la vida, porque están dispuestos a destrozar la existencia de sus adversarios con violencia. Cuando alguien está dispuesto a sostener este tipo de actitudes, el factor humano también cuenta, porque no es ajeno al modo de ser. Pérez Solís se paseó por los dos totalitarismos del siglo XX pero no odiaba a sus excompañeros comunistas. Por lo visto esta semana, Lorena Roldán, la antigua independentista, sí. Hace unos días rescaté unas cartas, fechadas en 1947, que se intercambiaron Pérez Solís y Joaquín Maurín, el dirigente del POUM que quedó atrapado en el bando Nacional, en Galicia, y que fue condenado a cadena perpetua. El antiestalinista Maurín, a quien los del PCE-PSUC tenían un odio cerval, como a Andreu Nin, que lo pagó con la vida, agradecía al falangista sus gestiones para que él pudiera beneficiarse del indulto de 1946, forzado por la coyuntura internacional de posguerra. Fueron carteándose, uno desde el exilio en los EE.UU. y el otro desde el Valladolid franquista, hasta que Pérez Solís murió en 1951. No he podido ver ni un gramo de odio entre ellos dos. Quizás es que Maurín tenía razón y aquel antiguo comunista, con quién compartió celda en Barcelona, era una buena persona.

El odio naranja es inhumano, como se constató en el Parlament. No tiene entrañas. Es capaz de mentir, insultar, tergiversar y de acusar con un desprecio al género humano que solo tiene parangón con la crueldad de los viejos totalitarismos, rojos o negros. La barbarie en estado puro. Este año se celebrará el 30 aniversario de la caída del Muro, de la Revolución de Terciopelo en Checoslovaquia, de la victoria de Solidaridad en Polonia; en fin, de la victoria de la libertad en la Europa del Este. Aprovechando la celebración se reflexionará sobre qué representó aquello y dónde estamos hoy. El pasado Martes asistí a una brillantísima conferencia del historiador y articulista Timothy Garton Ash en la que nos recordó que en abril de 1989 él asistió en Budapest a la gran concentración convocada por la oposición. Días febriles, de grandes movilizaciones para acabar con el comunismo realmente existente. En aquel acto, el orador más aplaudido fue un joven estudiante, representante de la Alianza de los Jóvenes Demócratas, que declaró solemnemente que Hungría ya no pertenecía al Pacto de Varsovia, a pesar de que oficialmente aún formara parte él. Aquel joven era Viktor Orbán. “Yo estaba allí —ha dicho Garton Ash con un escalofrío en el cuerpo—, aplaudiendo y celebrando la democracia. Treinta años más tarde, estoy convencido de que Orbán es un líder autoritario que ha perdido la cabeza y está destruyendo la democracia húngara. Retoma las formas comunistas”. De golpe he podido ver en las explicaciones del profesor Garton Ash el reflejo anaranjado —¡que es un tono complementario del azul!— de los fuegos artificiales lanzados por Ciudadanos en la Cámara catalana. Me ha quedado qué es realmente este grupo, hijo del peor del franquismo. Un día hubo falangistas, como Pérez Solís, que trataban con más humanidad a los adversarios que los iliberales Albert Rivera y Inés Arrimadas tratan a los independentistas. Escupen odio.