1. Save the Children, una ONG muy conocida, pone unos anuncios en televisión que cuando los veo me ponen enfermo. No es que el anuncio me conmueva, es que no soporto la carga emocional que quiere transmitir para concienciarnos o para arrancarle un donativo a la audiencia. El primer anuncio es el de una niña de trece años que se llama Zahara que explica que vive en un campo de refugiados, que su hermano pequeño está enfermo y que no tienen un médico para atenderlo. Al final se dirige al espectador llorando. El segundo es el que se puede ver arriba, con el testimonio de Reijanah, una niña refugiada en el campo de Moira (en la isla de Lesbos), que se dirige a la cámara en inglés y se pregunta por qué tiene que vivir en un campo como ese desde hace más de un año cuando lo que ella querría es estar con sus amigas y comer espaguetis.

2. Estos anuncios buscan dejarte destrozado y hacerte sentir impotente, para que cuando veas las lágrimas de Zahara o de Reijanah y oigas su voz rota por el dolor, te embargue un sentimiento de tristeza y compasión que te lleve a hacer el donativo que te reclaman. Los pedigüeños de calle utilizan a menudo la misma estrategia. Son pocas las veces que alguien te para por la calle, como me pasó a mí unos días atrás, y ante la puerta de una panadería un hombre sin hogar me pidió, sin lágrimas ni dramatismo, si podía invitarle a un cacaolat y a un bocadillo. No lo dudé ni un instante. Mientras yo pagaba con mi Apple Pay (hace tiempo que ando sin calderilla en el bolsillo), el hombre le pidió a la panadera si podía sentarse en una de las mesas para comerse la merienda. La escena resultó ser un bestial retrato costumbrista que, vista en perspectiva, muestra las grandes desigualdades sociales actuales. 

3. El hombre que me pidió caridad, porque de hecho es eso lo que hizo, no era un inmigrante, pero habría podido serlo y le habría pagado igualmente la merienda. Pero donar dinero empujado por un sentimiento de culpa al ver unas niñas llorando por televisión o soltar unas cuantas monedas en un bote o bien pagarle, como hice yo, a alguien que lo necesita un poco de comida, no es más que un acto paliativo provocado por lo que nos llega mediante los sentidos y pone en marcha nuestras emociones. La caridad no es el remedio a las grandes desigualdades, más bien es una expresión, como la escena que les he contado de la panadería, de las desigualdades entre los individuos. A Contra la caridad. En defensa de la renta básica (Icaria), Daniel Raventós y Julie Wark defienden que la bondad caritativa, a menudo gratificada fiscalmente, es una estafa que solo agrava la división entre ricos y pobres. Ni la bondad, ni apelar a las emociones, ni intentar conmover a los telespectadores con niñas refugiadas, resolverán un problema que las grandes migraciones de nuestro tiempo han agrandado. Estoy con Raventós y Wark cuando dicen que debemos sustituir la caridad por unas políticas públicas que promuevan una existencia materialmente digna para el conjunto de la población.

Reclamar acoger indiscriminadamente mientras no se tienen los mecanismos legislativos, ni los recursos para hacerlo, es tan hipócrita como la solidaridad momentánea

4. El incendio de la nave de Badalona ha sacado otra vez a la luz la cuestión de la inmigración irregular y las condiciones de vida en las que viven personas que todo el mundo sabe que existen pero que son invisibles para la gente acomodada hasta que no ocurre una desgracia. En el caso de Badalona, las dosis de demagogia son tan elevadas, que resultan tan enervantes como las lágrimas televisivas de las niñas refugiadas. Ya se sabe, a burro muerto, cebada al rabo, pero las lamentaciones son lágrimas de cocodrilo. El espíritu caritativo que anima a quien proclama —incluso desde las instituciones— que está dispuesto a acoger a todo el mundo que consiga llegar a suelo europeo, después no se traduce en nada, en ningún derecho real. Las consignas no sacan de la miseria a los inmigrantes que, como los de Badalona, se instalan en naves o edificios abandonados que no tienen las mínimas condiciones de habitabilidad e higiene. El bienestar empieza cuando aseguramos la dignidad de las personas y no vertiendo lágrimas para conmover conciencias.

5. A menudo se da la paradoja que quien se siente interpelado por el anuncio de Save of Children es rematadamente intolerante con la inmigración. Es más fácil dar unos dinerillos que “soportar” a los inmigrantes junto a tu casa o deambulando por las calles. Acoger o no acoger inmigrantes, cerrar o no las fronteras son los grandes dilemas de las sociedades opulentas, que ellas mismas ya conviven con la pobreza extrema generada por el desarrollo económico desigual propio del capitalismo. Una política que aspire a ser realmente liberal, solo lo será si es capaz de construir políticas públicas que eviten el naufragio vital de una parte de la población. La mejor inversión en una sociedad dinámica y abierta, que es la filosofía que subyace en el liberalismo progresista, es siempre la que invierte en políticas de bienestar y no miente. Reclamar acoger indiscriminadamente mientras no se tienen los mecanismos legislativos, ni los recursos para hacerlo, es tan hipócrita como la solidaridad momentánea provocada por “una sobredosis de realismo atroz”, como escribió Mònica Planas al comentar el anuncio de Zahara.  

6. La pandemia ha provocado un caos social terrible. Se cuentan el número de muertes en las residencias, y nos escandalizamos por la mayor incidencia del Covid entre los afroamericanos, pero todavía no conocemos —ni las televisiones lo mencionan— cuántos muertos ha habido entre inmigrantes sin tarjeta sanitaria o entre los muchos pobres que cada vez más ocupan todos los rincones imaginables de las grandes ciudades catalanas. Son los invisibles, de quienes solo se nos ofrecen imágenes impactantes cuando las llamas destruyen los refugios indignos de la pobreza y la inmigración. Hemos aprendido a convivir con ello, en Badalona o en el 22@, pero ningún político aporta una solución, ni los que siempre tienen una respuesta para todo y no consiguen resolver nada. La mayoría son incapaces de confesar que para abordar una cuestión tan importante como esta, Cataluña no dispone ni de una organización política que le permita regular los flujos migratorios ni de los recursos económicos para ir más allá de la caridad. No es necesario ser independentista para verlo. También es verdad que los gobernantes actuales podrían hacerlo mejor con lo que tienen si fueran mejores gestores y tuvieran un sentido político mucho más perspicaz y agudo.