“Turquía es un régimen autoritario con elecciones”. Así de contundente se mostró Umut Özkirimli, profesor del IBEI e investigador asociado del CIDOB, a raíz del macrojuicio contra varios activistas demócratas turcos. Yigit Aksakoglu, Mucella Yapici, Osman Kavala y otros académicos y dirigentes cívicos estaban acusados de intentar “derribar el gobierno de Turquía” y por eso la fiscalía pedía una condena de cadena perpetua para los tres primeros encausados. Me imagino que el caso turco les recuerda algo, ¿verdad? No sé si en Turquía también mantuvieron un debate semántico sobre el significado de “multitud tumultuosa”, que es lo valió para que el Tribunal Supremo español condenara a los Jordis por sedición. Ayer se hizo público que la justicia turca había decidido liberar a los acusados turcos en cumplimiento de lo reclamado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos desde noviembre del año pasado, puesto que habían sido vulnerados el derecho a la libertad y el derecho a la seguridad de los encausados. Una gran victoria.

El camino hacia la no libertad es el título del último libro del historiador Timothy Snyder donde describe la epidemia autoritaria que se expande por todas partes. La respuesta de muchos gobiernos a las protestas sociales y políticas de los primeros años del siglo XXI demuestra que el pensamiento autoritario va recuperando el terreno que se creía que había perdido en 1945 en Occidente y en 1989 al este. Fukuyama ya estaba equivocado en 1992 cuando predijo el fin de la historia, porque al fin y al cabo China era el estado comunista más poblado del mundo y no solo no volvió “a la historia” con la caída del Muro, por resumirlo a la manera de André Glucksmann cuando alababa el esfuerzo de intelectuales como Václav Havel para “salir del comunismo”, sino que se consolidó. Snyder denuncia que “el autoritarismo comienza cuando dejamos de poder ver la diferencia entre lo verdadero y lo atractivo”. El peligro es que alguien se atreva a afirmar que China u otras dictaduras son solo “sistemas de mayor obediencia”. Esto es lo que ha llevado a los académicos de las escuelas de negocios de Barcelona —y de medio mundo— a exaltar la eficiencia del “capitalismo chino” obviando que estaba dirigido por una dictadura. No me sorprendería que los CEO formatos en estas escuelas de negocios encontraran “atractivo” el capitalismo chino basado en “el sistema de mayor obediencia” comunista, como lo denomina un destacado dirigente de la CUP. El exacerbado “afán de lucro” capitalista no debería posibilitar que estos CEO coincidieran con la extrema izquierda, como la UE tampoco tendría que mostrarse indiferente ante los abusos antidemocráticos de los gobiernos de Hungría, Polonia, Rumanía o España, que avanzan hacia el autoritarismo tanto o más que el gobierno de Turquía, a pesar de que cuando menos acata las sentencias de los tribunales europeos.

La respuesta de muchos gobiernos a las protestas sociales y políticas de los primeros años del siglo XXI demuestra que el pensamiento autoritario va recuperando el terreno que se creía que había perdido

También se anda “hacia la no libertad” cuando se cae en el negacionismo plausible, que consiste en negar la discriminación o los actos de represión acusando a las víctimas de haberlos provocado. En España el negacionismo es ahora plausible y perverso a la vez, como hemos podido comprobar esta última década, sobre todo porque el Estado está en manos de descendentes del franquismo, que son los mismos que combaten las “ideologías de género” con el “pin parental”. El PSOE se alió con ellos en 2006 sin demasiadas manías, a raíz del Estatut, porque llegó a la conclusión de que la exigencia catalana de un reconocimiento superior era consecuencia de haber consentido la pervivencia de una identidad catalana diferenciada. En un debate en Sevilla entre Paco Vázquez, Fernando García de Cortázar y un servidor, el moderador, Arturo Pérez-Reverte, me preguntó por qué en Francia no existía un problema como el nuestro. Le respondí que el nacionalismo francés había triunfado y que de esa manera había podido acabar con la diferencia. La había eliminado con la represión y la discriminación. Entonces él, alardeando de su españolismo, en vez de intentar encontrar una solución democrática a la diferencia existente aún hoy, se preguntó, casi metafísicamente, “así pues, ¿que se joda [España]?”. Y le respondí que sí. Al día siguiente el escándalo era que yo hubiera confirmado aquel lamento nacionalista y no que Pérez-Reverte y los otros tertulianos hubieran negado los derechos de los diferentes en nombre de una España superior y castellanizada.

Normalizar los estados “autoritarios con elecciones”, aceptar como si nada que el autoritarismo penetre otra vez en la piel de muchos gobiernos con la intransigencia propia de las dictaduras, demostraría que no se ha aprendido nada de la historia reciente. Hay que vencer el miedo, decía Manuel Castells cuando ejercía de catedrático con espíritu crítico, antes de ser ministro de la monarquía del 3-O. Ciertamente, ante la arbitrariedad del poder solo sobreviven las personas y los pueblos que consiguen superar el miedo, que es una emoción básica de los humanos. “Persistimos y ganaremos” no era un simple eslogan electoral para lograr un escaño en el Europarlamento, ganado, también, en un tribunal de Estrasburgo. Era una declaración de principios, una forma de mostrar que los independentistas no tenían miedo y de oponerse al autoritarismo que les encarcela y les persigue. Haber perdido el miedo llevará a los exiliados a Perpinyà para reencontrarse con su gente. Más temprano que tarde el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dará la razón a los demócratas catalanes como se la ha dado a los turcos.