No me gusta el futuro que auguran los gurús para después del confinamiento mundial. Me aterra la oleada de conservadurismo que difunden intelectuales y políticos que, supuestamente, son considerados de izquierdas. No debería sorprenderme, pues la vieja —y envejecida— izquierda que todavía tiene como referente el mundo del siglo XIX, no es que no haya sabido encarar la transformación del capitalismo, es que en muchos casos se ha convertido en el gestor chapucero de las desigualdades con todo tipo de maquillajes y la complicidad de un sindicalismo sin nervio, insensible al dolor social. Pero ahora, además, esta vieja izquierda nos provoca un empacho con todo tipo de teorías reaccionarias sobre lo que nos espera. Lo que pronostican —que parece como si lo desearan— me desagrada. Me provoca pánico, la verdad. El mundo post-Covid-19 será más negro que la peste de 1347, cuyos efectos políticos y sociales fueron devastadores. Puesto que la bacteria que provocó aquella pandemia no se aisló hasta 1894, se pueden imaginar ustedes el calvario que tuvo que vivir la humanidad con el miedo pegado al cuerpo. En la busqueda de explicaciones sobre el porqué de aquella maldición, se llegó a culpar a los judíos. Siempre hay un culpable. Los judíos o los homosexuales, como pasó cuando apareció el virus del sida. Las cámaras de gas o los guetos. Ahora leo artículos que recomiendan cambiar nuestros hábitos sexuales. El sexo es una maldición para los beatos de cualquier religión.

Somos mortales y debemos asumirlo con algo más de modestia. La dominación se fundamenta en el miedo a que todos tenemos al castigo y, en especial, a morir. Y que mejor para cargarse un sistema liberal de libertades públicas que una pandemia que ya se ha llevado por delante a más de 300 mil personas y ha contagiado a casi 5 millones. Posiblemente, el caso más escandaloso haya sido la reacción militarista del gobierno español, el “más progresista” desde la época de Juan Negrín, el médico socialista que durante la República presidió un gobierno dominado por los comunistas, según la acusación que le hacia su propio partido, el PSOE. Pero hay una izquierda que es así. Todavía me acuerdo de un compañero de facultad, muy y muy comunista —aún asegura serlo—, que tanto en verano como en invierno iba vestido de militar, e incluso calzaba las típicas botas negras de media caña, y sin embargo después se declaró insumiso para no hacer el servicio militar. La cuestión era ir a la moda y no las ideas de fondo que defendía. El gobierno actual ha confundido la autoridad con la representación cómica de la seguridad y durante días puso al frente de las ruedas de prensa a analfabetos con medallas. Todo son disfraces, lo de mi compañero y los de los militares actuales.

Yo quiero seguir viajando tan lejos como sea posible y me niego a hacerlo con tartana. No quiero renunciar a las ventajas de la globalización. Al contrario. Ahora más que nunca necesitamos vivir interconectados. En todo caso, en vez de dar marcha atrás, lo que debemos lograr es que la globalización sea realmente global. La recomendación del ministro español de universidades esta es la hora del tren y también de la limitación de desplazamientos masivos de uno a otro lado del mundo, me provoca escalofríos. ¡Esta no es la hora de encerrarse en casa, señor Castells! Quien lo propugna es porque quiere dominaros y agudizar todavía más las desigualdades sociales con un discurso vacuo sobre la reconstrucción. Cualquiera sabe que si se aplicara la lógica del ministro al final solo podrían desplazarse los ricos. El ministro, que ha sido un teórico de la sociedad en red sin disponer de una cuenta de Twitter, de Instagram o de Facebook, ahora parece que no diga que para encarar la nueva normalidad tenemos que recuperar la nostalgia neorural de los hippies. Ni el mundo global se podía reducir a una cadena de hubs —con aeropuertos vacíos—ni la sociedad de mañana puede consistir en recuperar al buen salvaje rousseauniano.

Si hacemos caso a los viejos gurús de la izquierda —antes tan fervientemente urbana, por rechazo a las naciones sin estado— y si no defendemos lo bueno del mundo de ayer, lo vamos a pasar muy mal. La libertad de movimientos fue la principal conquista de la modernidad, en especial de las mujeres. Nos ha salvado del aislamiento, del provincianismo. Tan importante es el comercio mundial como la capacidad de las personas de trasladarse de Catalunya a California, por poner un ejemplo, en nueve horas. En vez de propugnar el encierro, el confinamiento eterno, aunque puedas ir a trabajar o tomar una cerveza en el bar de la esquina, lo que necesitamos es, en todo caso, unas instituciones internacionales que sean fuertes y realmente democráticas para protegernos, para garantizarnos la seguridad. Si hace tiempo que sabemos que las Naciones Unidas y el sistema pactado en Bretton Woods en 1944 se tambalea por lo menos desde la década de los años 70 del siglo pasado, estos meses hemos visto como la OMS o la UE no es que se tambaleen, es que son un desastre. El eje franco-alemán se adelanta, como ya hizo en 1950, a la amenaza de autarquía y limosna que propugnan los pedigüeños de subvenciones. Macron y Merkel lanzan ideas que la gente loa como si nada. Cuando Angela Merkel asegura que los estados-nación están muertos y la mayoría de independentistas catalanes lo celebran, no sabes qué pensar. Solo me sale pedirles si ellos también hacen como el ministro español que defiende una cosa y la contraria sin pensarlo. ¿Es que reclaman un estado-nación propio y al mismo tiempo aplauden el anuncio de su desaparición por parte de quien seguirá gobernando Europa desde su estado-nación? Ya lo decía Tony Judt, que se murió mucho antes de esta pandemia: el mundo no sabe como salir de esta. Mientras tanto, bienvenido sea el jet lag transoceánico.