Donde antes había retratos de primeras damas, flores bajo la luz tenue y un rastro de historia doméstica americana, ahora solo hay ruina. El presidente Donald Trump ha ordenado derribar el Ala Este de la Casa Blanca para levantar un “enorme y glorioso salón de baile dorado”, una decisión que ha desatado la indignación pública y un sentimiento de pérdida colectiva entre historiadores y antiguos trabajadores de la residencia presidencial.
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Trump defiende que el nuevo espacio será “un monumento a la grandeza de América”, mientras su equipo insiste en que no hay nada de extraño en querer “modernizar” la Casa Blanca. “Todos los presidentes han hecho reformas. Esto no es diferente”, ha afirmado su secretaria de prensa, Karoline Leavitt. Pero muchos discrepan. La autora e historiadora Kate Andersen Brower, experta en la historia de la Casa Blanca, admite a la CNN, que es cierto que cada mandatario ha dejado su huella, pero subraya una diferencia esencial: “Nunca se había utilizado una bola de demolición para derribar un ala entera”.
Imágenes de satélite muestran que el proyecto del Presidente Trump para construir un gran salón de baile parece haber derribado al menos seis árboles en los terrenos de la Casa Blanca, incluyendo dos históricos magnolios que conmemoran a los Presidentes Warren G. Harding y Franklin D. Roosevelt. https://t.co/E9Epovw4wI pic.twitter.com/DNEubFKMzN
— ABC News (@ABC) October 25, 2025
Una parte de la memoria colectiva estadounidense
El Ala Este, a menudo eclipsada por el imponente Ala Oeste y el Despacho Oval, tenía un valor simbólico e íntimo. Era “la casa dentro de la casa”: el dominio de la primera dama. Desde su construcción en 1902 bajo Theodore Roosevelt –inicialmente como una entrada para carruajes–, este espacio fue adquiriendo personalidad propia. Con Franklin D. Roosevelt se convirtió en su forma moderna, ocultando bajo tierra un búnker de emergencia, el Centro de Operaciones Presidencial, usado durante momentos críticos como los atentados del 11-S.
Pero más allá de la política, el Ala Este fue escenario de momentos de otra índole. Allí se celebraron aniversarios presidenciales, proyecciones de cine –de High Noon con Eisenhower a From Russia With Love con Kennedy– e incluso fiestas de Navidad con árboles rojos ideados por Melania Trump. En 2009, un fotógrafo captó a Barack Obama jugando por el pasillo con su perro Bo, una imagen que ahora se recuerda con melancolía. “Era un espacio lleno de vida, de historias pequeñas, pero humanas”, recuerda Brower. “No solo representaba la presidencia, sino la parte más cotidiana, más familiar del poder”.
Entre ruinas y dorados
Trump, que ha descrito el antiguo edificio como “un espacio muy pequeño, sin importancia”, asegura que la nueva estructura será “más grande, más bonita y más americana que nunca”. Fuentes de la Casa Blanca afirman que el proyecto será financiado íntegramente con donaciones privadas. Pero muchos ven en este gesto una metáfora de su estilo de gobierno: grandilocuente, provocador y sin nostalgia. “El problema no es el salón, sino lo que se pierde con él”, lamenta Brower. “El tiempo, la memoria y los símbolos no se pueden reconstruir con oro”.
Donde Jackie Kennedy admiraba el jardín diseñado por el arquitecto I. M. Pei, ahora solo hay cemento y promesas de mármol. Las flores han sido sustituidas por planos, y el silencio de los turistas se ha convertido en el ruido metálico de las excavadoras. Con cada golpe de pala, desaparece una parte de la historia norteamericana, una historia hecha no solo de poder, sino también de momentos compartidos, de intimidad y de memoria. Y quizás, cuando el nuevo salón dorado se ilumine por primera vez, alguien aún recordará el eco suave de los pasos de una primera dama caminando por los pasillos del Ala Este, ahora perdida para siempre.