En la ficción y en el cine –y en la vida misma–, el término gaslighting describe la manipulación psicológica en la que una persona hace dudar a otra de su percepción de la realidad. El fenómeno, que dio nombre a la película clásica Gas Light de 1944, consiste, literalmente, en ir apagando luces e insistir en que no se han apagado, todo para hacer que la víctima acabe preguntándose si realmente estaban apagadas o encendidas. Esta práctica tiene un impacto directo en la salud mental, la percepción de la realidad y la autoestima.
Pero el gaslighting no se limita a las relaciones interpersonales. Y tampoco es nuevo, hace muchos años que existe. Los expertos en relaciones internacionales advierten ahora que esta táctica ha encontrado su lugar en el escenario global, especialmente dentro de la estrategia de soft power. Según Joseph Nye, creador del concepto, “el soft power es la capacidad de conseguir lo que quieres porque otros lo quieren, no porque les obligues”. Es precisamente aquí donde el gaslighting internacional se presenta como una versión oscura: no persuadir, sino confundir y hacer dudar de la percepción de la realidad.
El conflicto entre Rusia y Ucrania ilustra claramente esta dinámica. Mientras las autoridades occidentales documentan ataques a escuelas y hospitales ucranianos, el Kremlin los describe como “operaciones contra el fascismo” o los niega completamente. Como explica Peter Pomerantsev, analista especializado en propaganda rusa: “Rusia no quiere que creas en su versión; quiere que dejes de creer en ninguna versión”. Es la estrategia de la luz que se apaga: negar la evidencia visible y erosionar la confianza en las fuentes de información. Esta táctica combina el soft power clásico con desinformación estratégica. Rusia proyecta imágenes de fuerza y estabilidad mientras manipula la percepción pública sobre la guerra, con el objetivo de generar confusión y fatiga informativa a escala global. Según un informe de Chatham House, “quien controla la narrativa, controla la decisión de aliados y adversarios”.
Una dinámica similar se puede observar también en Gaza. Hamás, consciente del poder de la imagen y del relato, ha convertido el sufrimiento de los civiles en un arma de propaganda, buscando influir en la opinión pública internacional y polarizarla. A su vez, el gobierno de Benjamin Netanyahu ha utilizado a los rehenes israelíes y el discurso de seguridad como instrumento político interno, presentando cualquier crítica como una amenaza existencial. En ambos casos, la manipulación del relato se convierte en parte de la estrategia: no se trata solo de luchar sobre el terreno, sino sobre la percepción del mundo.
Los efectos del soft power en el ámbito estatal son tan profundos como los del gaslighting en el escenario personal. La capacidad de la comunidad internacional para responder de manera coordinada se ve afectada cuando la realidad es constantemente cuestionada. Los intentos fallidos de cumbres internacionales, como el bloqueo de encuentros entre Donald Trump y Vladímir Putin, son ejemplos de cómo la percepción y la desinformación pueden complicar la diplomacia y la toma de decisiones globales. Los expertos en relaciones internacionales coinciden en que la respuesta debe combinar transparencia y educación mediática. Nye argumenta que “la única manera de reforzar el soft power positivo es mediante instituciones fiables, información verificable y diplomacia abierta”.
El fenómeno de la luz que se apaga nos recuerda que el poder suave puede tener una cara oscura. Tanto en las relaciones personales como en las internacionales, el gaslighting y el soft power comparten un mismo terreno: la batalla por la percepción de la realidad. En última instancia, quien consigue definir qué es real, también consigue ejercer poder. A pesar de que la realidad sea también un cambio constante.