Hace cincuenta años que Francisco Franco murió en la cama y ejerciendo el poder absoluto. Este aniversario invita a mirar más allá del caso español y recordar un fenómeno poco común: la mayoría de los dictadores no llegan a ver el final de sus días desde el trono. El autoritarismo concentra tanto poder en una sola figura que, paradójicamente, genera inestabilidad. Cuando los canales de participación política se ahogan y la represión es el único mecanismo de control, aumenta el riesgo de rebeliones, golpes de Estado y violencia interna. De ahí que tantos autócratas acaben huyendo, abatidos o directamente ejecutados.
Los hay que pasan de aparecer omnipotentes a ser abatidos sin transición, como Nicolae Ceaușescu en Rumanía o Muamar el Gadafi en Libia. Otros, como el sha Reza Pahlavi de Irán o Ferdinand Marcos en Filipinas, consiguen escapar, pero mueren en el exilio, lejos del poder que los había sostenido. Sin embargo, existe un grupo más reducido y revelador: el de los dictadores que mueren gobernando, son homenajeados como padres de la patria y, con el paso del tiempo, sus propios países reniegan de ellos. En algunos casos, sus cuerpos son exhumados, trasladados o incluso profanados.
Francisco Franco (1936–1975)
Es el caso más cercano y simbólico. Franco perpetuó una dictadura fascista durante casi cuatro décadas, después de encabezar el golpe militar que derrocó la Segunda República y desató la Guerra Civil. Aliado de Hitler y Mussolini, aplastó cualquier forma de libertad política o cultural. A pesar de que España es una democracia consolidada desde hace décadas, sus restos permanecieron durante años en un mausoleo monumental en el Valle de los Caídos, un espacio construido con trabajos forzados para glorificar al bando vencedor. El repudio posterior del franquismo ha llevado a su exhumación y a una revisión profunda de su legado.
Khorloogiin Choibalsan (1939–1952)
Conocido como “el Stalin de Mongolia”, Khorloogiin Choibalsan se convirtió en el hombre fuerte de un estado convertido en satélite soviético. Su ascenso fue acompañado de purgas masivas: dirigentes políticos eliminados, monasterios destruidos y miles de budistas ejecutados. Murió de cáncer en Moscú y fue devuelto a su país como héroe. Pero la caída del comunismo mongol invirtió el relato. El mausoleo que le habían dedicado fue desmantelado en 2005 y su cuerpo, discretamente incinerado. Del culto oficial al silencio incómodo.
Enver Hoxha (1944–1985)
Durante 41 años, Enver Hoxha transformó Albania en un laboratorio de aislamiento extremo, vigilando a los ciudadanos con una policía política implacable y persiguiendo cualquier disidencia. Hoxha murió aún como líder indiscutible y recibió unos funerales grandilocuentes. Pero en 1992, con el comunismo desmoronado, el nuevo estado albanés decidió que aquel homenaje no era compatible con la construcción democrática: su cuerpo fue retirado del cementerio de los “mártires” y trasladado a uno común, lejos de las glorias oficiales.
François “Papa Doc” Duvalier (1957–1971)
En Haití, Duvalier elevó el terror a sistema de gobierno. Médico popular al principio, supo explotar el misticismo vudú y creó los temidos Tontons-Macoutes, una milicia que imponía su voluntad a través del secuestro, la tortura y el asesinato. Se declaró presidente vitalicio y murió gobernando, sucedido por su hijo adolescente. Tras la caída del régimen en 1986, el país quiso ajustar cuentas: el cuerpo de Papa Doc fue exhumado y, en un ritual cargado de simbolismo y rabia acumulada, golpeado públicamente. Una desmitificación literal.
Iósif Stalin (1922–1953)
El caso soviético es el más extraordinario. Stalin, artífice de un régimen de terror que causó millones de muertos, murió rodeado de miedo y obediencia, pero no de afecto. Aunque se le dieron honores de estado y se exhibió su cuerpo junto a Lenin, la llegada de Nikita Jrushchov desencadenó la desestalinización. En 1961, el dictador fue retirado del mausoleo de la plaza Roja y enterrado discretamente, casi escondido detrás de unos árboles. La iconografía del poder absoluto se convirtió en una losa incómoda.
