Dice el tópico que la música no conoce fronteras, pero la misma dinámica del festival de Eurovisión muestra todo el contrario. No sólo porque se trata de enfrentar los diferentes países participantes en una competición que va mucho más allá de ser una simple representación de diferentes estilos musicales, sino también porque se ha convertido en un escaparate geopolítico de primer orden, especialmente desde la caída del telón de acero, la disgregación de la Unión Soviética y la implosión de los Balcanes, hechos que dispararon el número de participantes al certamen, precisamente en un momento en que el interés había decaído en la Europa Occidental.

Está en este contexto que la restrictiva política de banderas de Eurovisión ha estallado este 2016 en la cara de los organizadores, precisamente porque ha sido el mismo festival el que ha promovido la exhibición de símbolos y es por eso mismo que se ha visto obligado a poner el freno cuando la cosa se les ha ido de las manos. En realidad, a Eurovisión sólo se permiten -y se fomentan- banderas de los estados participantes -inicialmente aquellos países miembros de la Unión Europea de Radiodifusión (UER), plataforma de intercambio de contenidos audiovisuales de la que forman parte las televisiones públicas estatales-, y ya hace años que se arrastra la polémica de exhibición otras banderas, incluidas la estelada, que pese a todo ha hecho acto de presencia en varias ediciones.

Este año sin embargo, la publicación de una relación de banderas expresamente prohibidas ha servido sólo para echar gasolina al fuego, no únicamente por la cuestión de la ikurriña, una bandera plenamente oficial y que ya ha sido retirada de la lista negra después de las quejas formales de los gobiernos vasco y español, sino también por la inclusión de los símbolos de territorios en disputa que, quiera o no lo quiera la organización, generan complicidades entre algunos de los participantes.

Desafío de la delegación armenia

Así se entiende el desafío en toda regla de la representante de Armenia, Iveta Mukuchyan, que quiso aprovechar su participación en la semifinal del martes para exhibir una bandera de la región de Nagorno-Karabaj, territorio controlado militarmente por milicias armenias a pesar de ser parte del territorio nacional de Azerbaiyán y una de las banderas específicamente prohibidas por la organización. La bandera en cuestión, claro, no ha gustado a los vecinos azeríes, que han elevado una protesta formal a la que han respondido los organizadores con una severa advertencia a la delegación armenia, con amenazas de expulsión por medio.

 

En todo caso, el episodio demuestra que el festival ha sido víctima de su propia política de exaltación de las identidades estatales y de su persecución chapucera de todas aquellas identidades no estatales -recordamos que ni siquiera la senyera se puede exhibir- un hecho que al mismo tiempo se ha convertido en cebo para cualquier acto de afirmación nacional -de las naciones permitidas y de las no permitidas-.

Además de polémicas, filtraciones

Más allá de la polémica política sin embargo, Eurovisión es también un festival de música, que nació con la voluntad de ser un escaparate sonoro de Europa y que ha acabado siendo una colección de canciones pop comerciales con una cierta tirada al kitsch y una escenografía épica y grandilocuente que ha acabado (de)generando en un estilo propio y singular, la del himno eurovisivo.

De hecho, las puestas en escena acaban teniendo más peso que la música, ya que sólo así se demuestra la desazón mostrada por la organización, y por la delegación española, ante la filtración del espectáculo de Barei, la cantante que representa a RTVE. Las imágenes de cómo será el show, con una caída ficticia incluida han puesto de los nervios a los representantes de la televisión pública española, una de las pocas, por cierto, que tienen asegurada el pase a la final a causa del importante desembolso monetario que, a cargo de todos los contribuyentes, se hace para financiar el festival. Pagant Sant Pere canta, dice el refrán.