Se sabe que te dedicas a la hostelería por la pinta que haces el día 7 de enero. Es una mezcla entre zombi y púgil derrotado por KO con todas las señales de haber sido un combate largo e hiriente. Todo empieza con las comidas de empresa. Se concentran en los jueves y los viernes de las dos semanas anteriores al día de Navidad. El éxito del restaurador es ocupar todas las sillas, reventar las paredes del restaurante, meter tantos cuerpos por metro cuadrado en el comedor, y que la única vía para llegar a la cocina, o de salida del restaurante, sea ir saltando de cabeza en cabeza, como cuando jugabas a la rayuela.

Un calendario de Adviento monstruoso para los restauradores

Las cenas de empresa tienen unos rituales propios, que solo suceden una vez al año y, por lo tanto, siempre coge el personal de la empresa con las defensas bajas y poco entrenado. La cena de empresa es aquella reunión de individuos en las que el jefe tiene que hacer ver que no recuerda la bronca que aquella tarde ha fastidiado al empleado y el empleado tiene que disimular la animadversión a su superior. El lubricante que hace que todo deslice es el alcohol, con el final bien previsible.

La siguiente casilla son las comidas de familia. Es el gran día, el día de la ilusión de reencontrar el sabor de la escudilla con las pastas que, de tan grandes, no caben dentro de la boca, de las ciruelas y del pollo con un deje de sabor de coñac, de la morbidez dulce del turrón de yema quemada, de hacer saltar el botón de los pantalones con la última copa de cava. Tantas ilusiones a espaldas de los restauradores generan unos monstruos nocturnos con nombre propio: ¿el monstruo "no has recordado encargar el pollo" o el monstruo "¿ya lo sabes que has vendido una mesa más? ¿Dónde meterás a la familia Dalmau, desgraciado?".

La cena de empresa es aquella reunión de individuos en las que el jefe tiene que hacer ver que no recuerda la bronca que aquella tarde ha fastidiado al empleado y el empleado tiene que disimular la animadversión a su superior

Estos monstruos, que son muchos y diversos, te vienen a ver cada noche desde principios de diciembre, consiguiendo que las ojeras bajo los ojos sean cada vez más profundas y lóbregas. El final de año tiene que ser cada vez más apoteósico. Para el restaurador, el verbo es gastar: gastar los cuatro cartuchos que nos quedan de imaginación y, sobre todo, gastarnos una fortuna en lentejuelas, globo, disc-jockeys y ostras (literales, de las que se comen). ¡Que no falte de nada! Que el menú tenga buena pinta, que se vea que hemos dejado un dineral.

Rezar al santo de los Imposibles

Durante la cena de marisco, foie, filete y semifríos ha acabado, todavía te falta aguantar los sustos de los matasuegras, ensordecer con las trompetas de cartón y obstaculizarte con las serpentinas que arrebozan el suelo. Llegas a casa, exhausta, y cuando te sacas, por fin, los zapatos y los pantalones, el suelo de la habitación queda teñido de copos de colorines... Mientras lo recoges, confeti a confeti, vas calculando las horas que quedan para que suene el despertador, que tienes que ir a rozar el suelo pegajoso del restaurante.

El día 1 es san Manuel, pero para los restauradores es el día de rezar al santo de los Imposibles para que todo el personal se levante a la hora para venir a trabajar, sabiendo que tendrás que cubrir más de una baja. De ring en ring llegas al día 5 de enero y en el momento que te sientas al final de la tarde, solo para descansar unos minutos y recuperar un par de rayas de batería corporal. De cola de ojos, ves los zapatos menudos de los hijos bien colocados al lado de las copas de cava, los cuencos con agua y los platos con galletas para cuando los reyes y los camellos vengan esta noche a dejar los regalos. Y como si la miga del sofá se hubiera descollado de golpe, sales disparado del sofá porque todavía no has comprado ni el papel de embalar.