Veinticinco años antes de que la Torre Eiffel coronara los cielos de París, se instalaba en la Isla de Buda, la más oriental del Delta del Ebro, un faro metálico de 55 metros de alto y 365 escalones, entonces considerado el faro más alto del mundo. Desde aquel faro estrambótico, que más que un faro parecía una rudimentaria estación espacial, sus fareros y fareras presagiaron en primera línea la vitalidad y el dinamismo de este cuerpo de tierra relativamente reciente (en la época de los griegos aún no existía). En el instante inicial, el faro se ubicó en la playa de la isla de Buda, en la desembocadura del brazo navegable del Ebro. Y en sólo diez años, el faro había quedado casi dos kilómetros tierra adentro, rodeado de los limos que había aportado el río. Más tarde, el Ebro giró hacia el norte y el mar rodeó el faro -el 1935, la familia del farero Alfredo Cabezas sólo podía acceder en barca hasta el faro-. Pero el hecho es que, rodeado de agua, de limos o de juncos, el faro habría resistido si los republicanos no lo hubieran quemado y dinamitado el 21 de abril de 1938 (por torpes, sólo lo descalzaron y el faro siguió inútil pero de pie). Con la estructura dañada el temporal de 1961 lo derrumbaría por completo. E incluso los militares lo remataron años después con explosivos, ya que sus restos perjudicaban la navegación. Hoy, el mítico faro de la isla de Buda reposa en medio del mar, a dos kilómetros de tierra y diez metros de profundidad, rodeado de peces. Y a juzgar por las imágenes submarinas del documental 'Buda, La isla del Delta' (disponible en TV3 a la carta), los vesigios del faro se han llenado de erizos, vidriadas, y lubinas, este último pez considerado una auténtica joya comestible.

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Antiguo faro de la isla de Buda / Foto: Arròs illa de buda

Algunos datos sobre la especie

La lubina (Dicentrarchus labrax) es un pez alargado y esbelto, de cabeza pequeña y cola gruesa. Tiene el lomo ennegrecido y manchado, y el cuerpo plateado con matices dorados y verde oliva. Vive cerca del litoral, en fondos rocosos y arenales hasta los 100 metros de profundidad. Como las doradas o las anguilas, tiene una gran capacidad de adaptación a diferentes salinidades y temperaturas del agua, por lo que es posible encontrarlo en estuarios, deltas de aguas salobres como el Delta del Ebro, e incluso en ríos. Los ejemplares jóvenes forman cardúmenes de cientos de individuos, pero los adultos son más solitarios. En sólo dos años, la lubina alcanza medio kilo de peso y los 23 cm de su talla mínima de pesca, aunque ocasionalmente puede crecer hasta los diez kilos y un metro de longitud. Es una especie carnívora, voraz y muy depredadora. Y no es casual que en francés reciba el nombre de loup de mer (lobo de mar). Se alimenta de invertebrados como langostinos, sepias y calamares, y también de peces, como boquerones y sardinas. Al igual que un guepardo, se engancha a la estela de sus presas y no las deja hasta que las devora o desiste de agotamiento. La lubina se considera un pescado magro, pero gracias a esta dieta tan rica y variada su carne es igualmente sabrosa y muy cotizada en las lonjas del Mediterráneo y el Atlántico Oriental. Desafortunadamente, el consumo de lubina salvaje es anecdótico, si no inexistente en la mayoría de hogares. Si has comido lubina últimamente, es casi seguro que este fuera de granja o cultivo; de Grecia, de Egipto, de la Comunidad Valenciana

 

“Cuanta más información existe sobre la problemática ambiental asociada a la acuicultura, más fondos comunitarios y estatales se destinan a fomentarla”

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Lubina salvaje / Foto: Wikipedia

 

El cultivo de Lubina

El Mediterráneo es un mar rico en albuferas, estanques o lagunas salobres. Son buenos ejemplos El Mar Menor, en Murcia, o los estanques de Salsas o de San Nazario, en la Cataluña del Norte. Desde tiempos remotos, los habitantes del Mediterráneo han observado como las crías de lubinas se instalan en las albuferas a pasar los inviernos, o incluso la juventud. Y este comportamiento lo han aprovechado para mantenerlos en cautiverio y criarlos, anulando las entradas y salidas naturales con juncos y redes y alimentándolos con pequeños peces o crustáceos. Desde esta perspectiva, se dice que el cultivo de lubina se remonta miles de años atrás. Pero lo cierto es que la producción masiva de huevos y su engorde en mar abierto es una realidad reciente, de los años ochenta concretamente. La acuicultura, que es como se llama la tecnología aplicada a la cría, reproducción y cultivo de las especies marinas, es un enorme hito científico y sin duda representa el futuro de nuestra alimentación marina. El problema, sin embargo, es que su economía se ha desarrollado excesivamente deprisa, y no hay nada más peligroso que el capitalismo sin un marco legal que lo limite. Y paradójicamente, cuanta más información existe sobre la problemática ambiental asociada a la acuicultura, más fondos comunitarios y estatales se destinan a fomentarla.

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Lubinas embutidas dentro de una jaula / Foto: istock

“El precio de la lubina salvaje se vio perjudicado en la medida que las lonjas se llenaron de capturas en mar abierto de peces de granja”

Para que os hagáis una idea de la posible complejidad del tema; imaginemos una granja de lubinas en mar abierto. La explotación consta de 8 jaulas circulares de 30 metros de diámetro por 10 metros de profundidad con 250.000 lubinas embutidas en cada una. Después de dos años de engorde con pienso procesado, los peces han alcanzado los 500 g de peso y ya están listos para sacrificarse. El pienso, además de con grasas y proteínas de animales terrestres, cereales o soja transgénica, contiene harina y aceites de pescado salvaje. Es decir, que para producir carne de pescado de granja se necesita carne de pescado salvaje, lo que aumenta exponencialmente la presión pesquera en nuestros mares y océanos y, por consiguiente, la huella de carbono del pescado de cultivo. A lo largo de los dos años de engorde la defecación de los animales no ha cesado, y el aumento de materia orgánica y nitrógeno ha desestabilizado el ecosistema del fondo submarino. Han proliferado las bacterias y las algas, y la biodiversidad original se ha visto muy castigada. Dentro de las jaulas las condiciones son muy estresantes. Y a pesar de estar vacunados, algunos peces han enfermado. Para curarlos, se ha vertido un antibiótico al agua y una parte del mismo ha derivado en mar abierto, con las problemáticas asociadas a la aparición de resistencias. Durante el temporal Gloria decenas de miles de lubinas escaparon de las jaulas y la genética de poblaciones autóctonas se ha visto alterada. De rebote, el precio de la lubina salvaje se vio perjudicado en la medida que las lonjas se llenaron de capturas en mar abierto de peces de granja.

“El desarrollo de la acuicultura choca frontalmente con los intereses del turismo”

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Granjas marinas / Foto: theferret

 

Una oportunidad única

Actualmente, el cultivo mundial de peces, moluscos y crustáceos genera un negocio bruto de unos 200 mil millones de euros, de los que sólo 500 millones se mueven en España, con una producción de 340 mil toneladas en el año 2020. Por nuestro lado, en Cataluña apenas se producen 8000 toneladas de pescado y de marisco, la mitad de los cuales son mejillones. Esta falta de explotaciones acuícolas se debe a dos razones principales: por un lado, parece que en nuestro país hay una sensibilidad especial frente a las problemáticas ambientales asociadas a la acuicultura. Y, por el otro, el desarrollo de la acuicultura choca frontalmente con los intereses del turismo. Es obvio que una jaula genera un impacto visual considerable, y que éste atenta contra la postal idílica de la Costa Brava o la Costa Daurada. Además, las granjas son un obstáculo para la navegación recreativa, un negocio millonario en nuestras aguas. Sin embargo, Cataluña tiene una oportunidad única en relación con la acuicultura. Si nos lo proponemos y destinamos los recursos necesarios en investigar primero, y fomentar después el cultivo de peces con certificación de sostenibilidad, Cataluña podría convertirse en un referente de esta estrategia productiva (de momento, las islas Canarias llevan la iniciativa). A grandes rasgos, se trataría de pescados alimentados con proteínas vegetales certificadas y de proximidad, criados en grandes espacios -y no en jaulas-, y con una densidad de peces mucho menor. Por supuesto, el precio del pescado, pongamos de unas lubinas de cultivo ecológico, sería mucho más alto. Pero su sabor sería también mucho más fino. Mientras no hagamos realidad esta utopía, suerte tenemos de la lubina salvaje, tan saludable y nutritiva. Y para hacerse rico comiéndola, solo recuerda que cuidarse es enriquecerse, porque la salud no tiene precio.

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Los hermanos Torres muestran una lubina de cultivo sostenible / Foto: acuanaria