Hubo una época en qué los chicharrones (o los greixons en según qué sitios) eran vistos como las golosinas del momento. Ahora, quizás nos echaríamos las manos a la cabeza, porque pensar en los niños comiendo esta sublimación de la grasa casi es un ejercicio grotesco, pero lo que realmente nos tendría que estremecer y poner los pelos de punta es verles jalarse ositos de goma de colores o una especie de formas blandas rosa pastel como si no hubiera mañana.

Quizás la única vez al año que los comemos ya ha pasado: es el día del jueves que los ensalza como plato carnavalesco, quizás el único día en qué un manjar (la manteca) se asocia íntimamente en el calendario.

Pensar en los niños comiendo chicharrones es un ejercicio grotesco, pero lo que nos tendría que estremecer es verlos comer ositos de goma

Los chicharrones de la coca del jueves lardero están emboscados, emergen de vez en cuando, se disuelven en medio del hojaldre o el brioche. Los chicharrones enteros, aquellos que todavía permanecen marginados en un esportón en el mostrador de la charcutería, prácticamente los tenemos olvidados. Ya sea de la familia de los que son secos y prensados (los de pañuelo) o bien de aquellos otros en los cuales la grasa rebosa y, a cada mordisco, se vuelve una pequeña balsa de aceite.

No tenemos tirada con los chicharrones, porque los contemplamos como la antítesis de la comida saludable, como un exceso de colesterol absolutamente a excluir. Y, en cambio, forman parte de nuestra memoria histórica. Los greixons considerados uno a uno, que eran golosinerías para los niños, sin nada, extraídos de la bolsa y chupados e ingeridos con devoción o mezclados con pan.

Nos deslumbramos con productos que vienen de lejos y que, precisamente, porque son de otros lugares nos parecen extraordinarios y deseables

Y la grasa en sí misma, la manteca que ha sido durante tantos años elemento indispensable de la cocina, y os confesaré que lo es en mi cocina. Y que también lo encontramos en forma de saín compactado (aquel blanco medio anaranjado) absolutamente necesario para mi cocido.

Hacer buenos chicharrones requiere conocimiento, tiempo, paciencia y ganas de hacerlo bien, que no es poca cosa. Ya hemos comentado en muchas otras ocasiones el complejo casi patológico que sufrimos los catalanes hacia nuestras cosas. Nos parecen fútiles, insignificantes e intranscendentes y, por lo tanto, no las valoramos. Nos deslumbramos con productos que vienen de lejos y que, precisamente, porque son de otros lugares nos parecen extraordinarios y los deseamos. Hablo del lardo di Colonnata o del guanciale, dos preparaciones típicas de la Toscana que parten de la misma manteca pero se curan ligeramente diferente a nuestros tocinos. Vaya por delante que soy devota del lardo, me deshago como el lardo solo de pensar en una finísima loncha sobre una tostada recién hecha todavía caliente, deshaciéndose poco a poco sobre el pan...

Yo me hartaré estos días de greixons, no sea que los charcuteros se atiborren de tanto esnobismo y el vía crucis de aguacates y quinuas

Pero volvemos a aquello nuestro. Yo, si de caso, me hartaré estos días de greixons y coca de chicharrones, no sea que los charcuteros se atiborren de tanto esnobismo y empiece nuestro verdadero vía crucis: de aguacates y quinoas.

Reivindico los chicharrones porque son memoria culinaria y cultural y porque por muchos años quiero seguir anhelando ese bocado intenso, placentero, sabroso y carnal.