Hace diez millones de años nuestros antepasados ​​vivían en los árboles alimentándose de hojas, frutas y algún insecto. Allá arriba la vida era apacible y segura, y a menos que fuéramos como los perezosos, que sólo descienden de los árboles para defecar, no había ningún motivo para bajar a tierra; ni siquiera a recoger la fruta sobremadurada que se precipitaba desde las copas. Este hecho aparentemente extraño, quiero decir, el de abandonar la fruta más madura y olorosa pudriéndose en el sotobosque, tenía dos argumentos de peso. Por un lado, cuando la fruta madura cambia de color, y aquellos monos ya hacía algunos millones de años que habían desarrollado la capacidad para percibir todo el espectro de la luz visible (por tanto, no era necesario que la fruta se precipitara por adivinar qué fruta estaba lista para consumir y cúal no). Por la otra, y motivo más trascendental, alguna fruta sobremadurada es rica en alcohol etílico, y resulta que nuestros parientes lejanos eran incapaces de metabolizarlo. Un buen día, sin embargo, la evolución nos dio un empujón (nunca mejor dicho). De repente, se produjo una mutación genética y empezamos a producir la enzima ADH4, el cual resulta imprescindible para metabolizar el etanol (o alcohol etílico) producido naturalmente por la fermentación de las frutas. El hecho es que gracias a esta mutación nuestros antepasados ​​bajaron a tierra (ya no tenía sentido menospreciar esta energía) y, poco a poco, se cree que este cambio de hábitat favoreció la postura erigida, el desarrollo de herramientas... y el resto es historia. Pero, como se explica que nos enganchásemos al alcohol?

 cerezas de madroño - Paisajismodigital

Los madroños (Arbutus unedo) son muy ricos en alcohol cuando maduran / Foto: Paisajismodigital

El alcohol está asociado al azúcar, y los humanos podemos transformar el azúcar en grasa y almacenarlo para cuando lo necesitemos

«El efecto aperitivo» del alcohol

Cuando la fruta se pudre o, para ser más precisos, fermenta, libera un abanico de compuestos muy aromáticos entre los que se encuentra el etanol. Y cuando el olor de ese alcohol llega a nuestro cerebro, se activa la misma neurona (llamada AgRP) que se activa cuando tienes hambre. Sin embargo, cuando tienes hambre y comes algo, dejas de tener hambre. Pero cuando comes fruta madura llena de alcohol no dejas de tener hambre, sino que aún tienes más hambre. Como ves se trata de una espiral que si lo analizas no es tan contradictoria como parece: el alcohol está asociado al azúcar, y los humanos podemos transformar el azúcar en grasa y almacenarlo para cuando lo necesitemos. Este fenómeno particular es lo que los científicos llaman «el efecto aperitivo» del alcohol. Y, junto con la mutación de la enzima ADH4, es la base fundamental de lo que se denomina la hipótesis del mono borracho, que trata de explicar por qué nos gusta tanto beber. La segunda parte de esta hipótesis tiene que ver con el sistema de recompensa de nuestro cerebro y las consecuencias de beber en grupo. Sobre la primera cosa, no hace falta decir que un poco de alcohol genera en nosotros un placer enorme, y que esto está vinculado a cómo nuestro cerebro conspira para repetir experiencias placenteras vividas en el pasado. En cuanto a nuestro comportamiento social a la hora de beber, si los humanos estamos hechos para compartir, una borrachera es la mejor manera de hacerlo (incluso los secretos más íntimos). Y, puestos a emborracharse, mejor hacerlo en grupo: un humano borracho es una presa fácil, pero un grupo de humanos borrachos es más intimidador.

fotograma Another round

Fotograma de la película Another Round / Foto: filmaffinity

Llamamos vino el mosto fermentado de las uvas de la especie Vitis vinifera, una liana silvestre domesticada hace unos cinco mil años en alguna región del Cáucaso

El vino llega a Catalunya

Una vez aclarado que si bebemos alcohol es porque estamos biológicamente diseñados para hacerlo, e incluso especulado que en el alcohol reposa la causa de nuestro origen cognitivo, ha llegado el momento de hablar del vino. Antes, sin embargo, permitidme recomendaros el libro de Mark Forsyth 'La Borrachera cósmica', una lectura extremadamente divertida sobre las costumbres de beber alcohol desde donde he adaptado los párrafos anteriores. Pero ahora volvamos al vino. Llamamos vino el mosto fermentado de las uvas de la especie Vitis vinifera, una liana silvestre domesticada hace unos cinco mil años en alguna región del Cáucaso que, gracias a sus frutos grandes y abundantes, se esparció por todo el continente europeo hasta llegar en Cataluña. Ahora bien, qué tenía esta planta que la hacía tan única? A diferencia del resto de frutos que circulaban por el mundo, los frutos de esta enredadera ofrecían una posibilidad extraordinaria: gracias a un fortuito equilibrio de azúcares, ácidos orgánicos y antioxidantes, el producto resultante de su fermentación -el vino- alcanzaba un grado alcohólico y un equilibrio químico óptimo para su conservación. En Cataluña, presumiblemente, la cultura de la viña y el vino llegó de la mano de los íberos hacia el 1000 aC (aunque hay muchas teorías), los cuales también elaboraban cerveza o hidromiel, y gozaban de una cultura entorno del alcohol muy labrada. Con la llegada de los griegos y posteriormente los romanos, sin embargo, la cultura del vino, desde el cultivo de la vid a su elaboración, pasando por las creencias asociadas o sus formas de consumo, experimentó un cambio radical. Y hoy, todo el vino que se elabora en nuestro país es heredero de este legado y resulta imposible imaginar Cataluña y nuestra identidad sin este alimento.

Vitis vinifera

Ejemplar de Vitis Vinifera silvestre / Foto: Little wine

Lo cierto es que poner palabras a la complejidad del vino era una asignatura pendiente, como también que todo fue demasiado rápido

Luz al final del túnel

Los años pasaron. El cristianismo arraigó y el vino con él. Durante los siglos posteriores los monjes beberían un litro de vino al día y los agricultores y obreros todo el que podrían. Y, a mediados del siglo XX, el consumo de vino se transformaría por completo. Hasta entonces, el vino se elaboraba en las masías y las cooperativas, se compraba a granel y se tragaba sin miramientos en vaso, bota o porrón. Pero en las postrimerías de la revolución industrial el vino comenzó a embotellarse y los conocimientos asociados a su elaboración y consumo experimentaron una gran transformación. A finales de siglo, en cualquier restaurante de Cataluña ya era posible encontrar una pequeña bodega y una carta de vinos. Y, entre los camareros de toda la vida se alzaba una figura nueva: el sumiller. Cabe decir que la consecuencia de esta transformación fue una gran desorientación; de golpe, la frustración se apoderó del gran público. Así por ejemplo, una persona como mi abuelo, nacido en 1930 y que había disfrutado del vino desde muy pequeño, murió frustrado por no saber diferenciar un xarelo de un moscatel, un Priorato de un Empordà. Por fortuna, sin embargo, ya hemos pasado página. Lo cierto es que poner palabras a la complejidad del vino era una asignatura pendiente, como también que todo fue demasiado rápido. Hoy, el vino se vuelve a beber y no a catar, por mucho que la cultura del vino sea cada día más basta. El mejor vino vuelve a ser el que más te gusta y el lenguaje descriptivo (y adivinatorio) del vino ha quedado relegado sólo a los profesionales. ¿Por qué bebemos vino? Esta es una gran pregunta. Se dice que un alimento es aquel comestible con fines nutritivos, sociales, culturales y psicológicos. A la luz de esta definición, entonces, es probable que el vino sea sencillamente el alimento más completo del mundo.

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Pintura 'Monje probando vino' (1886), d’Antoni Salvador Casanova i Estorach / Foto: onlinelicor