No se me ocurre una peor manera de despedir el año que tratando de tragar doce uvas a la velocidad de una uva por segundo. Para quienes ya hace tiempo que hemos renunciado a esta tradición, la escena tiene algo de angustiante; grandes y pequeños pegados al televisor, alimentándose a marchas forzadas como gansos de foie gras. ¿La consecuencia? Empezar el año con prisas, medio atragantado -las uvas son la tercera causa de ahogamiento en menores- y con una suerte de estrés en el cuerpo. ¿Cómo es posible, pues, que una tradición como esta se colara en un momento tan trascendental de nuestras vidas? A diferencia de la escudella, el tió o la noche de Reyes -las tres grandes tradiciones de las fiestas navideñas-, despedir el año con la digestión de doce uvas es una tradición inventada. Es decir, una práctica de apariencia antigua -la cual le da legitimidad-, pero forjada recientemente con un propósito ideológico, político o, como en este caso, económico. Y, quién lo dude, que pregunte a los abuelos y abuelas, o consulte directamente el costumario de Joan Amades o de cualquier folclorista catalán. A lo sumo, se encontrará que sólo las familias más acaudaladas disfrutaban, antes de la guerra, de unas uvas importadas; las cuales, ya en época de racionamiento, se sustituyeron por gajos de mandarina, avellanas o pasas. Pero el resto de la población dejaba la uva nada más terminar la vendimia. O, en el mejor de los casos, saboreaba algún granito de la llamada uva de cuelgue; una variedad tardía de piel muy gruesa que se colgaba de la despensa y, cuando ésta no estaba ni demasiado seca ni demasiado húmeda, permitía la conservación de las uvas enteras hasta bien entrada la primavera.

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(Uva de cuelgue / Foto: moimessouliers)

'Unos comerciantes enviaron toda la uva a Madrid y la promocionaron como 'las uvas de la buena suerte' en una acción de marketing que ha pasado a la historia'

La uva de mesa embolsada del Vinalopó

A finales del siglo XIX, los aristócratas madrileños ya brindaban, durante Nochevieja, con champán francés. Y, quizás porqué que el gesto de comer alimentos fuera de temporada ha sido siempre un símbolo de poder y riqueza, las copas de vino se acompañaban con las últimas uvas -las más caras-, las cuales provenían de las zonas templadas de Península, o incluso de Italia. Sin embargo, en 1909, en la región alicantina del Vinalopó, se produjo una cosecha extraordinaria de una variedad tradicional muy tardía: el Aledo. Y, aprovechando el hilo de la tradición aristócrata, unos comerciantes enviaron toda la uva a Madrid y la promocionaron como 'las uvas de la buena suerte' en una acción de marketing que ha pasado a la historia. Como era de esperar, la población quiso imitar a los ricos. Y, casi de un día para otro, la tradición quedó instaurada y se expandió primero por España y después por las Américas -doy que también he desistido de comer las uvas en Bolivia-. No es casualidad, pues, que prácticamente toda la uva que se consume en España y Europa en Nochevieja provenga de Vinalopó; una zona que, desde hace unos cien años, cultiva las uvas siguiendo una técnica única en el mundo -la uva de mesa embolsada- que consiste en proteger con una bolsa de papel cada una de las uvas hasta la vendimia. Bajo la bolsa, los racimos de uvas se desarrollan protegidos de las inclemencias meteorológicas y las agresiones de las aves y los insectos, pero su función principal es retrasar la maduración de las uvas y dilatar la cosecha de la variedad Aledo hasta enero. Sin embargo, el sabor de las uvas de otoño es totalmente incomparable con aquellas que se cosechan en pleno invierno.

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(La uva de mesa embolsada del Vinalopó / Foto: 5 barricas)

“Las tradiciones son, más allá de una imposición, una conquista. Y que estas van y vienen; que nacen, crecen, se reproducen y finalmente, mueren’

El número 12

Un aspecto crucial de la tradición de las uvas de Nochevieja gira en torno al número 12. De entrada, parece que éste número está directamente relacionado con el número de campanadas: 12. Aunque, por la misma regla de tres, también podrían ser 16 (añadiendo los cuartos) y la cosa tendría más o menos el mismo sentido. Otra idea en torno a este número guarda relación con los meses del año. Se dice que para tener suerte desde enero hasta diciembre hay que engullir a todos y cada una de las uvas por igual, y que, por extensión, lo de comer las uvas no es más que un ejercicio adivinatorio para medir las posibilidades de hacer negocios en el año entrante. Y, por supuesto, también están los doce apóstoles. Por tanto, como no hay una única razón para comer doce uvas en Nochevieja, que cada uno lo interprete como quiera. Y, más allá, que aproveche la ocasión para dedicar las doce uvas a doce lugares por visitar, a doce platos por cocinar, o a doce amigos por reencontrar; como veis, las posibilidades son infinitas. Ahora bien, si como a mí esto de las uvas no os hace ni fu ni fa, recordad que las tradiciones son, más allá de una imposición, una conquista. Y que estas van y vienen; que nacen, crecen, se reproducen y finalmente mueren. Sin embargo, si las uvas de Nochevieja fueran más pequeñas y estuvieran llenas de sabor y vitalidad, me pregunto si, en lugar de una tortura, las doce uvas no se convertirían en uno de los placeres más fecundos de nuestra cultura alimentaria. En esta dirección, ya es hora de que algún viticultor local recupere el arte de colgar la uva y, más allá del Aledo de Vinalopó, nos ofrezca la antigua dulzura de la uva de cuelgue. Mientras tanto, yo seguiré observando la angustiante escena mientras despido el año con el néctar de un vino de moscatel en los labios.

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(Uva de cuelgue / Foto: moimessouliers)