A principios del siglo XIX, cuando Italia era —todavía— un rompecabezas de pequeños dominios independientes, los austríacos —que dominaban el territorio de la desaparecida República Veneciana— crearon un sistema de fortificaciones al que denominaron "Quadrilatero". Transcurridos dos siglos, aquel "Quadrilatero" ya no tiene una misión defensiva, pero, en cambio, delimita un territorio que es una de las principales concentraciones de arte del mundo: arquitectónico, urbanístico, pictórico y escultórico. El "Quadrilatero" del Arte, delimitado por los ejes que unen Verona, Padua, Ferrara, Mantua y Sirmione (en el lago de Garda), ha sido el escenario de una experiencia inolvidable.
Verona, nuestro primer campo base
Verona fue nuestro primer campo base. La ciudad es conocida para ser la caja escénica de la tragedia Romeo y Julieta, del dramaturgo inglés William Shakespeare. Pero es mucho más que eso. Queríamos conocer Verona, más allá de los tópicos, y nos adentramos en los restos de la antigua ciudad romana, rodeada por un gran meandro que dibuja el río Adigio y que la protege por tres de sus cuatro lados. La misteriosa Verona romana es la arena y el teatro, donde todavía parece que resuenen los gritos y las carcajadas de una época pasada, y las puertas de la muralla, Borsari y Leoni, que, silenciosas e impertérritas, observan el paso de la gente desde hace 2.200 años. El nuestro también.

Las calles y plazas de la Verona medieval —edificada sobre la ciudad romana— cuentan muchas historias. El duomo, las basílicas de Santa Anastasia y de San Zenón, y el puente y castillo de Castelvecchio, el Ponte di Pietra o el arenal del río Adigio —totalmente fortificado con muros construidos con el característico ladrillo cocido de la zona— explican que, durante la larga edad media, Verona fue terriblemente disputada, ya que estaba situada sobre la línea que separaba los territorios de las dos grandes potencias de la época: el Pontificado —en el sur— y el Sacro Imperio Romano Germánico —en el norte—. Una especie de Checkpoint Charlie con picas y mallas.

Hasta que surgieron los Della Scala —también llamados Scaligero—, una poderosa familia de mercaderes locales de finales de la edad media que cambiaron para siempre la historia de la ciudad. Durante el gobierno de los Scaligero, Verona se convirtió en una república local que defendió su independencia con todos los recursos a su alcance. De esa época datan las monumentales plazas delle Erbe y dei Signori y los corsos (recorridos) de Porta Borsari y Santa Anastasia, donde todavía se encuentra el comercio tradicional de la ciudad: tiendas de alimentación del siglo XIX que conservan su aspecto y su espíritu originales y que venden los mejores quesos y panettoni del valle del río Adigio.

Sirmione y el lago de Garda
Desde Verona nos desplazamos —en un autocar propio— hasta Sirmione, a media hora de camino. Sirmione es una punta de tierra —delgada como un alfiler— que se clava en el corazón de lago alpino de Garda y que alberga uno de los yacimientos romanos mejor conservados del norte de Italia: la antigua y monumental Grotte di Catullo, una villa señorial romana que, en su plenitud, habría concentrado a centenares de personas. Tras comer en un restaurante del pueblo, nos embarcamos y navegamos por el lago, en dirección norte, hasta la villa de Garda. Y acabamos nuestra ruta en Lazise, un delicioso pueblo-astillero medieval, a los pies del lago, que te transporta en la época de los Scaligeros veroneses.


Mantua
En otra de las jornadas, nos desplazamos —en un autocar propio— hasta Mantua, a media hora de camino. Mantua es una ciudad-fortaleza dispuesta sobre una trama urbana medieval en torno a un gran castillo-palacio —de la misma época— edificado por los poderosos Gonzaga, unos condottieros (empresarios de la guerra) de la zona que hicieron de la ciudad su dominio particular. En Mantua, nos adentramos en el espectacular castillo de San Giorgio —en la Piazza Sordello, un gran espacio rectangular pavimentado con guijarros de río— y, una vez en su interior, recorrimos las salas y pasillos que explicaban la historia familiar, a lo largo de los siglos, de los inquietantes Gonzaga.

En aquella sucesión de espacios, las penumbrosas dependencias del viejo castillo medieval dejaban paso a amplias salas del nuevo palacio barroco, y explicaban cómo los Gonzaga construyeron y conservaron el poder en el difícil tránsito de la actividad de la guerra (edad media) hacia la labor de la diplomacia (Renacimiento y Barroco). Los Gonzaga se hicieron poderosos con la violencia y el terror; pero, actualmente, en el Museo Arqueológico —situado en el interior del castillo— vimos los esqueletos de una pareja de la época neolítica que, cuando les alcanzó la muerte, se abrazaron para hacer juntos el camino al mundo de ultratumba: son los Amanti di Valdaro, el contrapeso romántico a los siniestros Gonzaga.
Padua, nuestro segundo campo base
Cuatro días después de nuestra llegada, nos dirigimos —en un autocar privado— a Padua, a una hora de camino, que se convertiría en nuestro segundo campo base. En cuanto llegamos, Padua nos regaló con una maravilla del arte: la capilla de los Scrovegni, considerada la "Capilla Sixtina" del norte de la península italiana. Durante esa jornada, vivimos un baño de arte renacentista: las monumentales plazas delle Erbe, dei Frutti y dei Signori, que acogen los espectaculares palacios della Ragione (un formidable edificio gótico-renacentista que había sido la lonja del comercio), de la Gran Guardia (la lujosa sede medieval del gobierno municipal), de la Universidad y la Torre dell'Orologio (del reloj).

Las calles y plazas de la Padua medieval también explican muchas historias. Y en busca de esas historias nos adentramos por las estrechas y silenciosas calles del Ghetto Ebraico —la judería—, un remanso de paz que contrasta con el ruido de la Piazza delle Erbe. Allí conocimos la historia de la diáspora de las comunidades judeocatalanas de 1492 —los katalanim—, que en Padua, en Ferrara o en Bolonia fueron acogidas y protegidas por los judíos locales. También conocimos la tradición heladera de Padua, que se remonta a los siglos finales de la edad media, y no podíamos pasar sin probar los productos de la Heladería Portogallo, la más galardonada del mundo.

Padua está indisociablemente vinculada a san Antonio. Y a santa Giustina. Y allí estuvimos. Estas abadías están una al lado de la otra, en un lado del Prato della Valle —considerada la mayor plaza de Italia— y su arquitectura y su iconografía nos explicaron la historia de una época convulsa. Hasta el Prato llegaría con fuerza la resonancia de Trento (1563), el concilio que rearmaría al catolicismo contra el protestantismo. También nos explicaría el proceso de decadencia y caída de la Serenísima República, el estado veneciano que desde la laguna —junto a Padua— había creado un imperio comercial que se prolongaría por espacio de 1.100 años.

Ferrara
Ferrara fue nuestro último destino. Salimos en tren desde la estación de Padua. Comparar los trenes regionales italianos con los de Renfe es comparar el cielo y el infierno. Llegan y parten con puntualidad y no se averían a medio camino ni en el interior de los túneles. Y los vagones son nuevos y están limpios. Es el momento en el que te convences, definitivamente, de que Infierno se escribe con "r" de Renfe. Durante el trayecto, que duraría una hora, nos sumergimos en la cotidianidad local, a través de las personas de la zona que realizaban el mismo trayecto. Y al llegar a Ferrara, hicimos lo mismo, y nos montamos en un bus urbano para cubrir la distancia entre la estación de tren y la catedral. Otro baño de cotidianidad local.

Ferrara tiene una historia similar a la de Mantua o Verona. Pero en lugar de los Gonzaga o de los Scaligero, nos encontramos con la huella de los poderosos e influyentes Este. En Ferrara nos introdujimos en la fortaleza familiar de estos condottieros medievales, una auténtica ciudad-militar medieval provista de todos los elementos para ejercer el poder de forma represiva. Pero Ferrara es también enocultura, y en el restaurante donde comimos nos sirvieron vinos de producción propia, entre los que destacaba un curiosísimo tinto de aguja. Al acabar, volvimos a Padua con el Frecciarossa, un maravilloso regional de alta velocidad que ponía la guinda a la extraordinaria experiencia en el Cuadrilátero.
