Desde que el president Carles Puigdemont (Amer, 1962) se marchó al exilio, contraviniendo su promesa de quedarse en el país para defender el 1-O y aplicar su resultado, la fuerza política del 130 fue la defensa de su causa legal contra la justicia española, bastante bien amparada por los magistrados europeos, y la ambigüedad de su retorno. Dos años después de la huida, Puigdemont jugó muy hábilmente las cartas de este último factor, especulando sobre la posibilidad de desembarcar de nuevo en el país ("Si quieres que vuelva el president, tienes que votar al president", rezaba aquel lema electoral), todo para acabar arrasando en los comicios europeos y, como es sabido, no moverse ni un palmo de la residencia en Waterloo. El final de todo este trayecto ha tenido mucha menos épica: gracias a una amnistía inicialmente impulsada por Esquerra y asumida por el PSOE, el Molt Honorable podrá volver pronto al hogar.

A pesar de este viraje en el que uno ya ha perdido el sumatorio de mentiras y medias verdades del Molt Honorable (Pedro Sánchez ha pasado de ser un hombre "a quien no le comprarías un coche de segunda mano" a ser un socio de gobierno en el Congreso), a Puigdemont todavía le quedaba una legión enorme de fieles y el poder emocional-simbólico de la imagen de un presidente volviendo a casa para ser investido. En este sentido, Puigdemont podría haber prometido volver en caso de ser el candidato más votado del próximo 12-M o, al menos, el que tuviera más representación; pero consciente de que sus electores se tragan cualquier jugada maestra, ha acabado afirmando que irrumpirá en el Parlament solo si puede ser investido. De este modo, según un alehop argumental un tanto curioso, terminaría el proceso de eso que denominamos restitución y que, irónicamente, se aplicaría solo a sí mismo.

A los believers del Molt Honorable les dan igual sus promesas incumplidas y su maleta de mentiras

Hoy por hoy, Puigdemont es el amo de Junts (una formación que se presenta a los comicios del 12-M con una ensalada de partidos digna de la izquierda postcomunista); ha configurado las listas, escogiendo a una serie de cabezas de lista en las provincias que son desconocidos para la mayoría de catalanes, y solo nos ha regalado el placer de viralizar a una número dos proveniente de Silicon Valley a quien todo el mundo llama Anna Papallona, protagonista de unos vídeos de campaña que son una de las cumbres del humor catalán. Pero estos son unos comicios polarizados y presidencialistas, y a los seguidores del president 130 les importan un pepino las listas electorales y los candidatos. De hecho, a los believers del Molt Honorable también les dan igual sus promesas incumplidas y su maleta de mentiras. Ellos solo quieren a Puigdemont en el coche, con el cinturón de seguridad, yendo de la Catalunya Nord hacia Sant Jaume.

Hasta hace pocos días, Carles Puigdemont era muy consciente de todo esto y se le veía bien a gusto con sus perspectivas de monopolizar el relato del 12-M. Pero una genialidad maquiavélica de Pedro Sánchez (que, como ya escribí, contrarrestó el exilio de los políticos catalanes con su propio exilio amoroso) ha conseguido virar el tono de la campaña. De hecho, resulta fácilmente comprobable como, en esta primera semana de mítines, el tema central de las elecciones ya no es la amnistía, el referéndum o etcétera, sino el retorno de Sánchez a la presidencia del Gobierno, con Salvador Illa haciéndole de virrey. En unas elecciones cada vez más españolizadas, Puigdemont ha virado el lenguaje de la épica para volver a ejercitarse en el arte convergente: se reunió con los empresarios (españolistas) de Foment y Junts resucitó a Mas y a Pujol de la cueva donde los tenían escondidos.

En una reciente entrevista con el diario de Godó, Puigdemont osaba afirmar que no tiene en ningún tipo de consideración las opiniones sobre su persona. La afirmación tiene cierta gracia si uno se mira el spot de campaña del president, donde él mismo declara "para unos soy un héroe, para otros un cobarde, para unos soy un problema, para otros una solución; pero no nos equivoquemos, estas elecciones no van de mí", unas palabras precedidas de una imagen de la espalda del presidente calcada a la archiconocida pintura Der Wanderer über dem Nebelmeer de Caspar David Friedrich, una iconografía montañesa más pujolista que el moño de Núria Feliu. Hará unos días, la compañera Marta Lasalas recuperaba en un utilísimo artículo cómo los discursos de Puigdemont se han apropiado de los del inventor de Convergència; la retórica es tan calcada que yo, si fuera el president 126, pediría derechos de autor (y de paso, que todos los propios que lo acusaron de ser un mangui le pidan excusas).

Desearía, inútilmente, que todos los electores de Junts sepan qué votan: por mucho que les duela, están a punto de legitimar a un convergente de toda la vida

Decía la encuesta de ayer en El Nacional que, a pesar del impulso de su regreso, Carles Puigdemont lo tendrá muy difícil para atrapar a Salvador Illa, quedando incluso a una distancia mayor que la obtenida por Inés Arrimadas cuando le ganó el 21-D de 2017. Decía al principio que Puigdemont contaba con dos fuerzas motrices: el hecho de exponer las injusticias de la judicatura española a través de los tribunales europeos (un gesto que queda absolutamente cerrado después de la amnistía pactada con el PSOE) y el poder simbólico-sentimental del exilio. Si este factor tampoco consigue un resultado de suficiente calado, quizás sería hora de que el president admita que, marchándose de Catalunya y adaptándose al 155, ya empezó a perder cualquier opción de liderazgo. Deseo que vuelva cuanto antes, pues será más justo confrontarlo en presencia: pero si pierde, espero que entienda que todo ha terminado.

También desearía, inútilmente, que todos los electores de Junts sepan qué votan: por mucho que les duela, están a punto de legitimar a un convergente de toda la vida. No es una opinión; es un simple repaso de las palabras y —sobre todo— de la tozudez de los hechos, dos conceptos no muy aptos para creyentes.