Tal día como hoy del año 1810, hace 214 años, en Sevilla, moría Francisco Cabarrús Lalanne, negociante, banquero, ministro de Finanzas con el rey José I Bonaparte. Cabarrús, nacido en 1752 en Bayona (País Vasco francés), hijo de una familia de la Gascuña de larga tradición comercial y radicado en el reino español desde los dieciocho años (1770), había sido un exitoso comerciante que se ganaría la confianza del poder y que emprendería varios proyectos de gran envergadura. Los más conocidos serían el Banco de San Carlos (futuro Banco de España, emisor de papel moneda), la Real Compañía de Filipinas (empresa monopolista de comercio con la, entonces, colonia española de Filipinas), y el Canal de Cabarrús (que posteriormente se llamaría Canal de Isabel II).

Pero el proyecto de más envergadura que emprendió, y el más desconocido, fue la construcción de un canal de navegación que tenía que unir Madrid con Sevilla (a través de La Mancha y del desfiladero de Despeñaperros). Aquel proyecto fue diseñado en 1785 por el ingeniero francés Charles Lemaur por encargo de Cabarrús. Pero el enorme presupuesto de la obra y las dificultades financieras del Banco de San Carlos paralizaron la obra en 1789. Durante los diez años siguientes (1789-1799) se reanudaron esporádicamente. Finalmente, el derrumbe de la presa de El Gasco situada en la cabecera del canal (14 de mayo de 1799) y la bancarrota del Banco de San Carlos (7 de octubre de 1799) provocarían el abandono definitivo del proyecto.

Cabarrús había proyectado un primer tramo (Las Rozas a Madrid) que se destinaría al transporte de piedra para las construcciones públicas en la capital española. Y el resto del trazado (Madrid a Sevilla) para concentrar el flujo de personas y mercancías desde la corte hasta el mar y a la inversa. Aquel fracaso fue aprovechado por sus numerosos enemigos (la aristocracia latifundista castellano-andaluza), pero después, con la coronación de José I (1808), recuperaría la influencia que había tenido anteriormente. Murió en Sevilla, a los 58 años, y fue enterrado en la catedral, pero al retorno de Fernando VII (1814), su tumba fue profanada y sus restos fueron lanzados al Guadalquivir, en las mismas aguas que había imaginado que, algún día, unirían Madrid y el mar.