Tal día como hoy, hace 603 años, Jaime de Urgel –de la dinastía Berenguer, que había gobernado Catalunya durante siete siglos y Aragón durante trescientos años– se rendía a las tropas de Fernando de Trastámara, el nuevo rey de la corona catalanoaragonesa surgido de la asamblea compromisaria de Caspe. Jaime de Urgel y sus partidarios se habían sublevado contra lo que consideraban la imposición de una dinastía –los Trastámara–, que había alcanzado el poder de forma irregular. La sublevación no tuvo éxito porque el país no respondió a la llamada urgelista. Ni tampoco lo hicieron los aliados exteriores: los ingleses.
El principio del fin, sin embargo, no se produjo en Balaguer –último reducto urgelista–. Tres años antes había muerto el rey Martín el Humano sin descendencia. Poco antes se había asociado Jaime de Urgel –primo tercero y cuñado del rey– a las responsabilidades de gobierno propias de un príncipe heredero. Todo llevaba a que la sucesión se resolvería siguiendo la línea dinástica catalana, en este caso de los Berenguer-Urgel. Pero a última hora poderosos estamentos de la sociedad –enfrentados a la figura de Jaime– presionaron al rey Martín para no resolver la sucesión. Martín terminó muriendo sin nombrar a un heredero.
En Caspe (1412) se hizo efectiva la elección de Fernando. Pero el nuevo rey, solo poner el culo en el trono, chocó con todos sus partidarios. Con la aristocracia aragonesa y con la valenciana. También con la burguesía mercantil barcelonesa. El Trastámara aspiraba a imponer un régimen autoritario de tradición castellana sobre unos estamentos de raíz feudal que tenían profundamente interiorizada la cultura secular de pacto. Y aprovechando el desbarajuste inicial los urgelistas iniciaron una sublevación que terminaría trágicamente. Jaime murió después de pasar veinte años en prisión. Y con él desaparecía para siempre la dinastía Berenguer.