Tal día como hoy, hace 958 años, concluían las obras de la Catedral de Barcelona. Un detalle que va más allá de la simple construcción de un templo religioso, y que revela la ambición de los barceloneses del año 1000. La Catedral -como sede de la diócesis- era un elemento importantísimo en el proyecto de consolidación de Barcelona como ciudad de referencia y como capital de un territorio. En la Europa medieval las divisiones eclesiásticas tenían mucha importancia. Se correspondían -en la mayoría de ocasiones- con los territorios de las antiguas naciones pre-romanas. Tribus que eran la base histórica y cultural de las sociedades medievales.

El año 1058 Barcelona era una pequeña capital de 2.000 habitantes recluida dentro del perímetro de la antigua muralla romana. Incluso había espacios libres intramuros -la actual zona de Plaça del Regomir y Pati d'en Llimona- que se habían destinado a usos agrarios. El precedente más remoto de los actuales huertos urbanos. Eso se explica porque pocos años antes -en 985- el general andalusí Al-Mansur había lanzado unas devastadoras campañas militares sobre los pequeños condados francos del nordeste peninsular, que se habían saldado con la destrucción de Barcelona. Un antes y después en la historia de la ciudad, que se tuvo que reponer -e imaginar- de nuevo.

Pero su reducido tamaño no era proporcional a la creciente importancia. El silencio por respuesta del poder central franco a la agresión de Al-Mansur habían precipitado una nueva situación política: la independencia de facto de los condados catalanes. Barcelona era sede de los condes independientes. Construir una sede diocesana -la sede de un obispado ya existente- significaba consolidar la capitalidad del territorio sobre la recuperación de unos viejos límites. En el caso de Barcelona sumar, al papel de capital política, el prestigio de capital eclesiástica. La de los territorios de las antiguas naciones norte-ibéricas de los layetanos y de los ausetanos. El condado independiente de Barcelona.