Todas las naciones de Europa tienen un príncipe azul instalado en el imaginario popular. Carlos de Viana lo es para los catalanes; como Robert the Bruce -el cinematográfico Braveheart- lo es para los escoceses. Son la personificación de la desdicha nacional y encarnan todos los perjuicios de la injusticia y de la tragedia. Y, generalmente, tienen un espacio reservado en la historia al lado de mitos populares de clase plebeya, como el bandolero catalán Serrallonga o el líder revolucionario occitano Jan Petit -el de la canción infantil.

Lo cierto es que la vida del príncipe Carlos, fallecido hace 555 años, fue un rosario de infortunios. Era hijo de Juan -Rey de la corona catalano-aragonesa- y Blanca -Reina de Navarra-. Parecía que el destino lo había puesto para unir dinásticamente los Estados del valle del Ebro. La recuperación de la vieja Tarraconense romana de raíz ibérica y vasca. Convertida en confederación de Estados. Pero la muerte prematura de su madre, le hizo pasar la vida luchando contra la madastra; Juana Enríquez, madre del futuro Fernando el Católico.

Este enfrentamiento, como suele suceder en la historia, fue instrumentalizado por los poderes que estaban en conflicto. La madastra se convirtió en la bandera de las oligarquías valenciana y aragonesa -decididamente pro-castellanas-, en pleno proceso de unificación hispánica. Y el príncipe lo fue de las oligarquías catalanas, que se inclinaban más por reforzar la república barcelonesa limitando el poder real, siguiendo el modelo de Venecia. Carlos acabó muriendo envenenado, presuntamente, por su madastra. Y con él también moría un proyecto de país que habría cambiado la historia.