Enterrada sin funeral alguno la mesa de diálogo, que, como era previsible, no ha dado ningún resultado respecto a la solución del conflicto político entre Catalunya y España, después de tan solo tres reuniones en más de tres años —la última el pasado 27 de julio—, esperaba con curiosidad escuchar al president de la Generalitat para conocer en qué consistía su propuesta de constitución de un consejo académico para redactar un acuerdo de claridad, que había esbozado pero no concretado. Aunque las expectativas previas sobre el encargo al organismo oficial —sus miembros cobrarán dietas por asistencia a las reuniones— no eran muy altas y el apoyo parlamentario a su propuesta más que escaso, al menos hasta la fecha valía la pena esperar para conocer por dónde quería transitar Pere Aragonès después de dos intentos llevados a cabo por antecesores suyos, Artur Mas (consulta del 9-N de 2014) y Carles Puigdemont (referéndum de independencia del 1 de octubre de 2017).

Pues bien, sin querer negarle voluntarismo alguno y capacidad para sorprender por abrir un camino diferente a sus antecesores y en el que el president renuncia a su liderazgo para encontrar una solución al conflicto, cuesta mucho pensar que no tenemos ante nosotros una maniobra de distracción que no lleva a destino alguno. No lleva, obviamente, a un referéndum de autodeterminación, ya que el Estado y los partidos españolistas han explicado sus líneas rojas. No lleva a conocer la opinión de los catalanes, eso fue el 9-N y las consecuencias judiciales y económicas aún se arrastran por más de un tribunal. Tampoco parece que quiera desembocar en un nuevo Estatut, puesto que para ello no debe hacer falta un consejo académico. Dudo que busque un pacto fiscal o concierto económico, ya que tampoco es tarea de constitucionalistas y politólogos. Entonces, ¿a dónde conduce la propuesta de un acuerdo de claridad y con quién pretende acordarla el Govern?

Se corre el riesgo de perder el hilo del problema: hay un conflicto entre Catalunya y España, reconocido por casi todas las partes. Y otro segundo sí: más allá de que las encuestas dicen que el apoyo al 'sí' en un referéndum de independencia ha caído por debajo del 'no', es ese mecanismo binario el que desea más del 70% de la ciudadanía de Catalunya, según el Centre d'Estudis d'Opinió (CEO), lo más parecido al CIS que tiene Catalunya. Pensar que un consejo académico debe ser el que aporte la solución al conflicto político es dejar la responsabilidad en manos de quienes no pueden hacer nada. La aparente voluntad de ampliar el consenso debe tener una base sólida y esta solo puede ser fruto de un acuerdo político.

Voy a ser más claro, el mayor incremento de autonomía desde 1979, cuando se aprobó el Estatut, no ha sido fruto del segundo Estatut de 2006, que declaró inconstitucional el TC y, que se sepa, la Constitución española sigue siendo la misma. Fue fruto de que Convergència i Unió exprimió al máximo el acuerdo con el PP para la investidura de José María Aznar, en 1996, en aquel denostado Pacto del Majestic, que valdría la pena que sus detractores lo leyeran para saber de qué hablan. Claro que Pujol humilló a Aznar y tuvo que pagar un alto peaje para llegar a la Moncloa. Esa es la única fórmula realista para modificar con acuerdo el curso político de la historia. Los demás intentos para intentar convencer más allá del Ebre de las bondades de las propuestas formuladas desde Catalunya están condenadas al fracaso.

Decía Séneca, el escritor, filósofo y político de la Córdoba romana, que para quien no sabe a qué puerto se dirige, ningún viento le va bastante bien. Y que, en cambio, a quien sabe hacia dónde va, todos los vientos le son favorables. El problema es que, seguramente, desde 2017 esta pregunta no tiene una respuesta. Al menos clara. Y mucho menos acordada.