La imagen de Nicolas Sarkozy, presidente de la República francesa entre 2007 y 2012, acompañado de su esposa, la ex modelo y cantante Carla Bruni, camino de la prisión de La Santé —la más legendaria de Francia y donde ocupó una celda Francesc Macià, en 1925, y más brevemente Lluís Companys, en 1940, ubicada en el distrito de Montparnasse, al sur de París— para cumplir una condena de corrupción de cinco años de prisión, marca un cambio de rasante en el país vecino respecto al tratamiento dispensado a los anteriores jefes de Estado. Sarkozy se convierte en el primer presidente de la República en la historia moderna que acaba en la cárcel y lo hace sin que el tribunal haya aceptado posponer su ingreso a la conclusión de su recurso y entre reiteradas acusaciones del reo de que el resultado del juicio ha tenido un veredicto político. Sarkozy, declarado culpable de conspirar para obtener financiación para su campaña presidencial de 2007 del gobierno del coronel Muamar el Gadafi, ex hombre fuerte de Libia, ocupará una celda considerada VIP, de unos 9 metros cuadrados, en la zona de aislamiento.

Desde que el líder colaboracionista nazi Philippe Pétain fuera encarcelado por traición en 1945, ningún otro exjefe de Estado francés había entrado en prisión. Ochenta años han transcurrido entre uno y otro ingreso. También los que van entre la disputa entre el mito y la realidad de aquella grandeur recuperada con el general De Gaulle y su ambición por ser una potencia mundial y la desaparición de aquella imagen de una Francia poderosa e influyente, hoy empequeñecida por un cúmulo de errores que han cristalizado con la pobre presidencia de Emmanuel Macron. Es, seguramente, el peor momento de la V República y la que ha abierto las puertas de par en par a que la formación de Marine Le Pen tenga opciones de alcanzar la presidencia del país en 2027, si no dimite antes Macron, ya que con la crisis actual y el gobierno del joven Sébastien Lecornu, de 39 años, pendiente de un hilo y sin posibilidad alguna de llevar a cabo los recortes que Francia necesita nada es descartable. 

Hay que destacar la robustez democrática de un país que puede asumir un hecho de esta naturaleza

Sarkozy, apodado durante su presidencia por muchos medios de comunicación con el apodo de el pequeño Napoleón, en parte por su personalidad ambiciosa y enérgica, pero también por su estatura a la que suele añadir alzas de hasta 10 centímetros de una conocida marca de zapatos italiana para ganar altura, aseguró que se llevaba a la prisión dos libros, una vida de Jesús y El conde de Montecristo, la historia de un hombre encarcelado injustamente que se escapa para vengarse de sus acusadores. No es el único ejemplo que el expresidente ha utilizado para referirse a su situación. La semana pasada, en una reunión con sus amigos y colegas más cercanos, se comparó con Alfred Dreyfus, el capitán judío-alsaciano del ejército detenido en 1894 por falsos cargos de espionaje y que tiene en la place Alfred-Dreyfus —a poco más de un kilómetro de La Santé— una estela de citas de J'accuse, que recuerda  la implicación de Émile Zola. Como en aquel caso de Dreyfus, Sarkozy entró en la prisión defendiendo su inocencia y asegurando que el final de la historia aún no está escrito.

Más allá de la enorme fuerza gráfica de la imagen de un expresidente entrando en prisión con un recurso aún en marcha, en un hecho inédito para un exjefe de Estado de la Unión Europea, hay que destacar la robustez democrática de un país que puede asumir un hecho de esta naturaleza. En España, con el oscuro caso de Juan Carlos I, el monarca hoy exiliado y que se vio envuelto en financiación ilegal a través de la investigación sobre presuntas comisiones del AVE a La Meca, el uso de tarjetas black y la fortuna en Jersey, aunque la Fiscalía del Tribunal Supremo archivó las pesquisas en marzo de 2022. Todos sabemos que el deseo de no abrir una crisis profunda en el Estado y en la monarquía española fue decisivo. Tanto es así, que en noviembre de 2024 un grupo de exmagistrados y exfiscales presentó una querella contra él por delitos fiscales cometidos entre 2014 y 2018. Era obvio que España no se podía permitir lo que ha pasado en Francia y eso que el rastro dejado por el emérito no era precisamente pequeño.