En política, los signos que emites dicen mucho más de la desesperación en la que te mueves, que las declaraciones que acabas efectuando. Al final, lo que dices lo acabas haciendo para infundir ánimos a tus seguidores o, al menos, trasladar que tienes bajo control el oleaje que se produce a tu alrededor. Hasta 14 ministros y ministras va a llevar Pedro Sánchez en las candidaturas socialistas. De hecho, estarán casi todos los miembros del Consejo de Ministros que ocupan carteras del PSOE, excepto la vicepresidenta económica, Nadia Calviño; la ministra de Justicia, Pilar Llop, y el titular de Seguridad Social, José Luis Escrivá. No llega a un pleno al 15, pero casi, y lo primero que traslada es que más vale que sus compañeros de viaje encuentren acomodo en el Congreso de los Diputados, ya que las posibilidades de un cambio de alternancia política de la mano de PP y Vox son reales.
Esa misma política es la que empuja a Sánchez a recuperar colaboradores históricos de su primera etapa como jefe de gobierno tras la moción de censura, como fueron la vicepresidenta Carmen Calvo y el otrora número tres del PSOE y exministro, José Luis Ábalos. Otro signo político de todo ello es la ausencia de fichajes estrella, muchos de ellos de recorrido político efímero pero que, en cambio, dan lustre a las candidaturas. También es normal: hay que dar acomodo a demasiada gente del partido que ya perdieron su puesto en las pasadas municipales o autonómicas y la mayor garantía de resistencia cara a futuro, cuando las cosas van mal dadas, es el cojín que pueden llegarte a ofrecer los cargos necesitados que has colocado.
Es evidente que esta necesidad de tapar agujeros al coste que sea y la necesidad de sacar brillo al precio que sea está llevando a los socialistas a plantear batallas que no sé si acabarán ganando, pero que no tienen ningún sentido. El ejemplo más claro es Barcelona y la resistencia numantina a explorar alianzas, o bien recibir los votos para lograr la alcaldía de quien sea. Es lógica la frustración de Jaume Collboni por no haber ganado las municipales, cuando estaba convencido de ello igual que Ada Colau o Xavier Trias. Pero la victoria ha sido de Trias y cuesta de comprender cómo Collboni reclama el voto del PP para impedir la alcaldía de su rival. Ese PP que se parece, según los socialistas, a un demonio en cualquiera de sus formas pero que pasa a ser un ángel si ofrece sus votos para impedir un alcalde independentista y dar la alcaldía a Collboni.
El peligroso juego de la deslegitimación aún es más peligroso cuando no se descarta en público desde la izquierda apalancarse para lograr el botín en los concejales de Vox. No he oído ni a Collboni ni a Colau decir que con esos dos votos de concejales no accederán a la mayoría absoluta que necesitan y es obligado que den respuesta a ello cuanto antes. ¿En qué momento los votos de la ultraderecha si valen para sumarse a la izquierda? ¿O hay una Vox buena y una Vox mala? Otra cosa es la reclamación de una mayoría de izquierdas de Collboni, Colau y Ernest Maragall que, en mi opinión, no es ni lo que han votado los ciudadanos de Barcelona ni lo que necesita la ciudad, pero entra dentro de la lógica de las preferencias de los republicanos por un acuerdo con la izquierda o con Xavier Trias.
El pánico es mal consejero en cualquier estadio de la política y los socialistas catalanes, que han tenido un muy buen resultado en las municipales recuperando la primera posición en Catalunya en número de votos en unos comicios locales, circunstancia que no se daba desde 2007, no deberían dejarse contagiar del estado de ánimo que sobrevuela a los socialistas de las Españas. Porque los errores acostumbran a tener consecuencias,