La operación policial llevada a cabo en diferentes ciudades alemanas y que ha supuesto, hasta el momento, la detención de 25 personas de un grupo de ultraderecha sospechoso de planear un golpe de Estado en el país germánico, pone de relieve hasta qué punto están sucediendo cosas impensables hace unas décadas. Este tipo de noticias eran propias de países con poca tradición democrática, Estados que a penas habían evolucionado desde la dictadura y donde las fuerzas armadas conservaban un enorme peso o en Estados fallidos, incapaces de superar las turbulencias, bien sea económicas o de confrontación bélica entre las diferentes facciones religiosas o étnicas. Pero no las conocíamos en Occidente e incluso muchos creían que la ultraderecha podía perfectamente acoplarse a un régimen democrático y hemos ido viendo como las costuras acababan tensándose y el espejo se ha roto en mil pedazos.

Lo vimos en Estados Unidos, cuando Donald Trump fue acusado de provocar un intento de golpe de Estado con el asalto al Capitolio en EE. UU. el 6 de enero de 2021, cuando partidarios del entonces presidente saliente irrumpieron en la sede del Congreso saltándose las medidas de seguridad y ocupando partes del emblemático edificio durante varias horas. Fue el presidente del comité selecto de la Cámara de Representantes de Estados Unidos que investiga el asalto, Bennie Thompson, el que aseguró que el incidente fue la culminación de un intento de golpe de Estado por parte del expresidente estadounidense. Hasta entonces no se había visto una situación similar en EE. UU. y parecía imposible que una cosa similar pudiera llegar a pasar. Quizás fue la primera vez a gran escala que aquella democracia que siempre había parecido estar a salvo de acontecimientos más propios de otras latitudes se dio de bruces con la realidad muy marcada por el choque fomentado por una determinada manera de entender el poder y la fractura que se había producido en la sociedad. Ya no era la disparidad entre demócratas y republicanos, sino que Trump primero había polarizado el país y después dividido entre los que consideraba buenos americanos y los que tilda de antiamericanos.

Estados Unidos aún se encuentra en medio de esta fractura y aunque en las recientes elecciones de medio mandato Trump no obtuvo los resultados esperados, sus opciones para intentar de nuevo el asalto a la Casa Blanca en las elecciones de 2024 siguen siendo altas. Sobre todo si no surge en las filas republicanas un candidato suficientemente poderoso para desbancarlo, cosa que podría llegarse a producir si se consolida el gobernador de Florida, Ron DeSantis, de 44 años, que obtuvo el pasado noviembre en este estado el mejor resultado de los republicanos en cuatro décadas. DeSantis, también muy conservador y con una biografía ganadora en el márquetin estadounidense, no es exactamente una copia de Trump y se hizo famoso durante la pandemia por estar en contra de la obligatoriedad de la mascarilla y de la vacuna contra la covid.

Ahora, con las detenciones practicadas en siete estados de Alemania y con la operación policial aún abierta, en la que han participado unos 3.000 agentes, la sombra de la marea negra vuelve a sentarse en Europa. Cada vez la fuerza de los partidos de ultraderecha en los parlamentos de nuestro entorno es más importante y el fenómeno se afronta, en muchas ocasiones, con una preocupante ligereza. Pero en las últimas dos décadas, el salto que se ha producido ha sido descomunal. Desde Italia a Francia o desde Suecia hasta Hungría. En España ha pasado tres cuartos de lo mismo con Vox. Según datos que se han publicado, el 17% de los votantes de Europa han optado por una formación ultraconservadora en las elecciones que se han celebrado en los respectivos Estados. Es un aumento tan imparable como peligroso, mientras la democracia se va desprotegiendo y, en muchos aspectos, la ultraderecha impone un determinado relato sin que enfrente haya un consenso sobre cómo pararla e impedir su crecimiento.