El ultimátum del Tribunal Superior de Justícia de Catalunya (TSJC) requiriendo a la conselleria de Educació que cumpla "de manera inmediata" la sentencia del 25% del castellano en todos los centros educativos de Catalunya es el fiel reflejo de hasta dónde la justicia ha tomado las riendas de lo que se puede y no se puede hacer sustituyendo al Ejecutivo y el Legislativo. Se podrá mirar hacia otro lado pero el Estado español camina con paso firme a convertir en residual la capacidad de maniobra de la Generalitat hasta extremos ciertamente insultantes. Hemos asistido recientemente, se cumplen este lunes cuatro semanas, a la irrupción del CatalanGate y más allá de que el CNI se ha hecho responsable, por ahora, solo del espionaje de 18 de los 65 independentistas infectados con el programario Pegasus, vale la pena concentrarse, ni que sea unos instantes, en el espionaje reconocido a estos 18: el CNI, o sea, el Gobierno, ha pedido autorización para espiar, entre otros, al president de la Generalitat y el Tribunal Supremo se la ha dado.

Ambos casos no son más que el ejemplo de que la política catalana orbita alrededor de la justicia española. Si en 1981, tras el golpe de estado de Tejero, hizo falta una LOAPA que reorientara el papel de las autonomías para contentar al ejército -allí murió cualquier diferenciación de Catalunya y Euskadi y se acordó el café para todos y los límites del modelo-, en el año 2000, con la mayoría absoluta del PP de José María Aznar, se dio un paso más en el modelo uniformador autonómico que, en este caso, llevó aparejado la conversión de Madrid en la capital financiera española a partir de la privatización de una serie de grandes empresas. Ahora, tras el referéndum del 1 de octubre, el papel de aquel ejército de 1981 como elemento cohesionador de una idea de España impulsada por el deep state ha dado paso a una situación aparentemente mucho menos trágica pero igual de efectiva a través de la justicia.

En los últimos años hemos visto multitud de temas en los que sin recato alguno ha sido la justicia la que ha asumido atribuciones que no le son propias. Es díficil encontrar una situación similar en países de nuestro entorno. Porque a la anomalía de unos tribunales decidiendo sobre el programa educativo en Catalunya, se podría sumar al TSJC decidiendo en qué fecha se han de celebrar las elecciones autonómicas o dando y quitando actas de diputados en el Parlament, incluido algo tan excepcional como tendría que ser apartar a un president de la Generalitat como Quim Torra por un acto tan nimio como colgar una pancarta en el balcón del Palau de la Generalitat. Podríamos poner muchos ejemplos más, pero llegaríamos a la misma conclusión: hoy las decisiones políticas de calado las puede acabar tomando con absoluta normalidad la justicia española y a todo el mundo le acaba pareciendo lo más normal del mundo.

Ello pasa porque la justicia va muy suelta y ha entendido que no tiene límites en su actuación, ni carpetas en las que no pueda entrar porque quedaría extraño que lo hiciera. Pero volvamos al ultimátum del TSJC para que se implemente la sentencia del 25% de castellano en los colegios catalanes. El conseller de Educació, Josep González-Cambray, ha dicho que recurrirá el ultimátum y ha calificado de aberrante la interlocutoria del tribunal catalán. Veremos de qué sirve el recurso, cuando la sensación es que el gobierno catalán juega la partida cada vez en un terreno de juego más pequeño y donde los márgenes para hacer política han desaparecido. Entre otras cosas porque el gobierno español ha desistido de hacer el trabajo que se espera de un ejecutivo progresista y ha quedado claro que detrás de la carcasa declarativa de que con la lengua no había que hacer política, claro que se hace y mucha.

Los partidos catalanes han intentado trabajar en un acuerdo político en el Parlament que sortee esta posición tajante del TSJC pero, como siempre, los acuerdos políticos, por amplios que sean, no obligan a la justicia que tiene su propia agenda, cuando no una mirada muy singular y, no nos engañemos, muy poco permeable a la lengua catalana. Por eso, volver la situación de la inmersión a la casilla de salida es una tarea imposible y solo se puede pactar desde una enorme posición de inferioridad.