Quim Torra ya no es president de la Generalitat. El Estado español ha puesto este lunes punto final a un total de 865 días al frente de la Generalitat de Catalunya y, siguiendo lo que ya empieza a ser una lamentable manera de hacer las cosas, se ha revuelto contra las instituciones catalanas y lo ha derrocado. Con una celeridad impropia de su histórica manera de actuar, tan solo once días después de que el Tribunal Supremo viera la vista en casación, los cinco miembros del tribunal han confirmado por unanimidad a grandes rasgos la sentencia del Tribunal Superior de Justícia de Catalunya, se la han devuelto como es preceptivo ya que es el tribunal sentenciador y el TSJC la ha ejecutado en cuestión de horas. Para que nos hagamos una idea: pasadas las 13 horas se firmaba la sentencia en Madrid y antes de las 20 horas, Quim Torra ya abandonaba el Palau por la puerta principal de la plaça de Sant Jaume como ex president. A esta súbita velocidad judicial es más que probable que el rey emérito no hubiera tenido tiempo de fugarse a los Emiratos Árabes Unidos en su exilio de oro.

Es a todas luces una sentencia inaceptable e inasumible. El hecho de que el Estado haya dado con la tecla para apartar a los presidentes de la Generalitat cada vez que le venga en gana y por esta vía acabe revirtiendo lo que votan los catalanes en las urnas no debería dejarnos a nadie indiferente. Claro que volverá a haber elecciones en Catalunya y el independentismo nuevamente confirmará su mayoría absoluta en el Parlament. Eso es de sobras sabido, como confirman todos los estudios de opinión. Las urnas no son un problema para el independentismo, como está sobradamente demostrado, el problema es la democracia, la falta de democracia. El quietismo para no enfrentarse a la injusticia aunque lleve togas. El no querer abordar de una vez por todas el conflicto político y que primero un gobierno del PP y ahora un gobierno del PSOE, Unidas Podemos y los comunes hayan dado por válida la vía de la represión y la judicialización en Catalunya. Da una cierta vergüenza que la primera reacción del autodenominado gobierno más de izquierdas de la historia, y primero de coalición, fuera que ya no considera al president Torra un interlocutor. ¿Pero lo han considerado alguna vez?

Porque sin Quim Torra, el problema seguirá existiendo. En 2012, creían que el problema era Artur Mas y en 2016 dieron saltos de alegría porque Mas ya no estaba y llegaba Carles Puigdemont. Duró poco ese estado de ánimo con el exalcalde de Girona y Puigdemont rápidamente pasó a concitar todo el odio del deep state. Recuerdo algún comentario muy al principio de la llegada de Torra, a las pocas semanas de su elección por el Parlament, en mayo de 2018, de un cualificado representante del Upper Diagonal resaltando la importancia de que el nuevo president fuera un intelectual y su convencimiento en que enfriaría el conflicto con el Estado español. Desde entonces se ha dedicado con saña a hacerle la vida imposible cada vez que ha podido.

¿Cuál es el legado de Torra? Eso es hoy aún difícil de decir pero si Pujol está considerado por el catalanismo el president que dió forma a la identidad contemporánea de la nación catalana, Maragall fue el president del Estatut, Montilla el de la respuesta a la sentencia del Constitucional,  Mas el del  salto de la autonomía a la independencia y Puigdemont el del referéndum del 1 de octubre y la declaración de independencia del Parlament, Quim Torra será considerado seguramente en el futuro el president de la pandemia. El president que sin grandes atribuciones políticas y en una situación económica nada boyante dio una respuesta eficaz a la pandemia del coronavirus. Todas las lagunas que ha tenido en otras áreas se han visto amortiguadas por su respuesta enérgica ante un problema de una dimensión colosal. Y aquí es poco discutible que ha estado a la altura.

Quizás por eso se va tranquilo y sereno de un mundo como es el de la necesaria interactuación política con los partidos, un espacio que no ha sido nunca el suyo y del que el coronavirus ha venido a rescatarlo. Es muy elocuente su última intervención como president de la Generalitat desde la galería gótica del Palau, una especie de testamento político. Se va tan solo como llegó y distante de los partidos con los que ha convivido pero nunca se ha hermanado. Sus continuas apelaciones a la gente no pueden ser más expresivas de esta sensación de soledad: "Sois la única esperanza de salir del pozo en que nos quiere poner otra vez el Estado español".