Este jueves, la reina Isabel II ha dado una nueva lección de por qué su popularidad entre los británicos se sitúa en un 72% y más de un 80% cree que está haciendo un buen trabajo como monarca después de 70 largos años de reinado y de haber transitado por guerras mundiales, catorce primeros ministros, el accidente mortal de Lady Di ―quizás su realmente annus horribilis―, la muerte de su marido Felipe de Edimburgo y numerosos escándalos de distinta índole en la monarquía británica. Sin temblarle el pulso, ha mandado a su hijo Andrés, de 61 años, al fondo de las tinieblas por el escándalo de supuestos abusos sexuales a una menor y lo ha hecho inmediatamente después de saber que se le iba a abrir juicio oral. Así lo ha decidido y ha anunciado, a través de un escueto pero contundente comunicado del palacio de Buckingham, que le retira los honores militares y patronazgos reales que ostentaba como tercer hijo que es y noveno en la línea de sucesión.

Si las monarquías son anacrónicas, que lo son, solo pueden ganarse el afecto de la ciudadanía con responsabilidad y sabiendo en cada momento cuáles son las exigencias de los nuevos tiempos. Encabezando, no siendo un obstáculo: ese es el sentimiento generalizado de la población, que debe ser tratada con la madurez que realmente tiene. Tampoco haciendo ver que se hace una cosa y lo que realmente se acaba haciendo es la contraria. Isabel II supo leer muy bien la crisis que le supuso su frialdad institucional cuando falleció Diana de Gales aquel agosto de 1997 y le costó muchos puntos en su popularidad y mucho tiempo remontar aquel bajón. Desde entonces, sus errores han sido inexistentes y su sensibilidad la acertada.

Es lógico que cuando se mira la actuación de la monarquía inglesa se observe, desde aquí, en contraposición a lo que es la Corona española, el descrédito que padece, los casos de corrupción, el exilio en los Emiratos Árabes Unidos a todo lujo en que está instalado Juan Carlos I y la protección que tiene de todo el deep state en casos que son enormemente graves y que la justicia española ha ido cubriendo a medida que se iban conociendo. Todo ello, además, con el aval de los partidos del régimen del 78, convertidos desde la derecha a la izquierda en un auténtico fortín inexpugnable pese al descrédito de la monarquía. El nivel de popularidad de la institución es tan bajo que hace años que el CIS ―el Centro de Investigaciones Sociológicas, el organismo oficial de muestras demoscópicas del Estado― decidió retirar cualquier pregunta sobre la Corona para ahorrase problemas mayores.

No es esa la única diferencia entre ambas monarquías e instituciones de los respectivos estados. Hace poco, 150 militares retirados enviaron un escrito a Isabel II pidiendo que retiraran los cargos honoríficos al príncipe Andrés por considerar que no podía seguir ocupándolos ya que no era digno de ello. En España, lo que sucede es justo lo contrario: los militares retirados, si algo hacen, es enviar una carta a Felipe VI que asume el discurso de Vox, como la que le remitieron en noviembre de 2020 y que en ningún momento desautorizó. No son meros detalles: es cintura política para entender el papel de la Corona y lo que es reinar.

En el caso de Catalunya, sigue estando muy presente la arenga televisiva del 3 de octubre de 2017, que supuso al monarca un alejamiento irreversible de la sociedad catalana después de la violencia policial del 1 de octubre. La frialdad con que afrontó Isabel II una posible pérdida de una parte del territorio británico como Escocia en el referéndum de 2014 tiene muy poco que ver con la actitud del rey español arengando a los que reprimían el derecho al voto y dejaron más de mil heridos en las calles catalanas. Por eso, una tiene en las calles de su país el reconocimiento de la gente y el otro no puede visitar Catalunya si no es rodeado de un fuerte dispositivo policial.