Uno de los lastres evidentes de los hechos acaecidos en el otoño de 2017 en Catalunya ha sido el protagonismo que ha adquirido desde entonces el poder judicial, descompensándose absolutamente el lógico y necesario equilibrio entre los poderes de un Estado. La inacción de Mariano Rajoy como presidente del Gobierno a la hora de vehicular a la política todas las demandas del independentismo catalán y su fracaso internacional a la hora de dar con las urnas en la votación del 1 de octubre desembocó en un paso al frente del deep state que se concretó el día 3 de octubre en el discurso de Felipe VI y un realineamiento de los poderes del Estado. Nadie duda a estas alturas de que el poder judicial se ha hecho con la preeminencia del poder con mayúsculas frente al legislativo y el ejecutivo. Lo padece el independentismo en el día a día con sentencias absolutamente descabelladas y una represión sin un final en el horizonte, ya que el Estado —bien sea a través del Supremo, la Audiencia Nacional, el TSJC, el juzgado 13 o el Tribunal de Cuentas— no deja de escudriñar causas nuevas con las que poder iniciar nuevos procedimientos con nuevos investigados.

Esta anómala situación de un poder judicial omnímodo y omnipresente no podía conformarse, claro está, con reinar tan solo en Catalunya. ¿Por qué no también en España? ¿Por qué no aprovechar el momento para llevar su pulso a un duelo a cara descubierta con el gobierno de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias (ahora, Yolanda Díaz)? Y ese momento ha llegado en la peor situación para el Ejecutivo español, que de un tiempo a esta parte parece estar falto de brújula, e Iván Redondo —el todopoderoso gurú de la Moncloa— perdido en sus permanentes encuestas. Con un Sánchez enredado en una lucha con Isabel Díaz Ayuso por la Comunidad de Madrid en la que tiene mucho que perder, un Pablo Iglesias en su papel de candidato que parece querer quemar su último cartucho en los comicios del 4 de mayo y una derecha más envalentonada que nunca.

Que más de 2.500 jueces acudan a la UE y a la CE para denunciar al Gobierno español por riesgo de violación grave del estado de derecho no es ninguna broma. La Asociación Profesional de la Magistratura (APM), Asociación Judicial Francisco de Vitoria (AJFV) y el Foro Judicial Independiente (FJI) —tres de la cuatro asociaciones de jueces españolas, no Juezas y Jueces por la Democracia— solicitan a la Comisión Europea que inicie el procedimiento establecido en el artículo siete del tratado de la Unión Europea para sancionar a un Estado miembro por violar valores básicos de la UE como son los derechos humanos o el imperio de la ley. Cosa que, en función de cuál fuera la resolución, podría implicar para España la pérdida de los derechos de voto en el Consejo Europeo. Dudo que se llegue a este extremo, pero por si no estaba ya bastante dañada la imagen de España en el exterior, solo faltaba este episodio.

El capital político que Pedro Sánchez ha dinamitado desde que ganó la moción de censura a Mariano Rajoy no tiene parangón alguno en los últimos años. Su incumplimiento permanente de todo lo que ha acordado le ha dejado en un terreno de nadie en que acercarse a pactar con él acaba convirtiéndose en una operación de alta toxicidad. En este pulso, los jueces no tienen buena parte de la razón ya que el Parlamento debe poder decidir cómo se renueva su máximo órgano de gobierno, el Consejo General del Poder Judicial. Lo que sucede es que la chapucera manera de hacer las cosas del Ejecutivo, incapaz de negociar cuando no puede imponer sus tesis, les da una carta importante para revolverse frente al poder político.

El Gobierno bebe de su propia medicina por entregar en un momento dado el poder político al judicial para que le sacara las castañas del fuego ante su incapacidad reiterada de hacer política. Y los errores se pagan.