No fue casualidad que el presidente del Gobierno regalara el pasado día 3 en el Congreso de los Diputados varios elogios a Vox y a su líder, Santiago Abascal. El jefe de la formación ultra le había facilitado con su abstención en las Cortes la aprobación del plan de ejecución de los fondos europeos que iba a naufragar, ya que toda la oposición estaba en contra. En las hemerotecas están las loas que le dedicó y que causarían rubor a cualquier socialista menos a Pedro Sánchez que, seguramente, es incapaz de sonrojarse por nada.

Dijo Sánchez de Abascal que era un líder con destellos de sentido de Estado y de responsabilidad y todo para situarlo en el centro del debate político, como un partido más. No hace falta ser un genio, sino conocer únicamente cómo funciona la ley d'Hondt, para saber qué es lo que se pretende desde Moncloa y que no es otra cosa que Vox le robe el mayor número de papeletas a Ciudadanos y el PP el 14-F. Cosa que podría llevar a los socialistas a ganar, al menos, un par de escaños, por los restos que siempre caen en manos de la formación más votada y de la distancia que alcance con la siguiente.

A esos vergonzosos elogios de Sánchez hay que añadir la condescendencia con que el candidato socialista Salvador Illa flirtea con los escaños de Vox para llegar hipotéticamente a la presidencia de la Generalitat. Claro que en política los principios decaen, muchas veces, en función del pacto que necesitas hacer. Pero a los que pensaban que el límite era el acuerdo que alcanzó Ada Colau para mantenerse en la alcaldía de Barcelona con los concejales de Manuel Valls, les faltava ver cómo Illa no renunciaría a los diputados de Vox para obtener la presidencia de la Generalitat. No negociaría, dice... pero sí los aceptaría. Está enseñando sus cartas, ciertamente, el ex ministro de Sanidad. Pero cuando se trata, como en este caso, de una operación de Estado, debe pensar que no vale la pena andarse con muchos rodeos. 

Lo que seguro que no esperaba Sánchez es que en su medida estrategia electoral -un candidato en el último momento, oponerse a un aplazamiento electoral por razones partidistas aunque todos los médicos hayan puesto el grito en el cielo- reapareciera en medio de la campaña el alto representante de Política Exterior de la UE, Josep Borrell, después de su reciente visita a Moscú y el conflicto que ha tenido con las autoridades rusas que le echaron en cara la situación de los presos políticos catalanes cuando les habló del opositor Aleksei Navalni. El hecho de que los portavoces del 50% del Europarlamento se le hayan tirado encima demuestra la fragilidad política de Borrell en estos momentos. Lo cierto es que para el independentismo siempre es como una bendición que Borrell reaparezca en campaña ya que suele ser un acicate para ir a las urnas dada la histórica confrontación con quien ha jugado a ser el azote de los exiliados y de los presos y un firme defensor de la violencia policial del 1 de octubre.

En el subsuelo de la contienda electoral se empieza a percibir que a Illa la campaña se le está haciendo muy larga y que necesita urgentemente el apoyo de Sánchez. El efecto Illa puede quedar al final en lo que era: una operación de márqueting para salvar los muebles. El tema de verdad no será Illa sino cómo el independentismo va a gestionar una victoria que tiene prácticamente en la punta de los dedos si prosigue la movilización de su electorado que ha iniciado con convicción. Los diputados estarán porque la gente no fallará, aunque nos falta por saber una cuestión nada menor: qué es lo que querrán hacer. Y, sobre todo, si querrán entenderse.