Si la manifestación de este viernes en Barcelona contra los indultos tenía como objetivo calentar la concentración del domingo en la plaza de Colón de Madrid, se puede decir con rotundidad que no ha servido ni para eso. Un par de centenares de personas frente a la Delegación del gobierno español de la calle Mallorca, la presencia de Inés Arrimadas como principal estrella política desplazada desde Madrid, unas cuantas selfies de la presidenta de Ciudadanos con los concentrados, gritos de Viva España, un cierto desánimo por la pobreza y frialdad del acto... y poca cosa más. Para casa. Los tiempos felices en que Arrimadas era un polo de atracción ciudadana y mediática han pasado acorde a la posición en el Parlament, donde los naranjas han retrocedido de 36 a 6 escaños; de ser el principal grupo de la Cámara en el 2017 al penúltimo en la actualidad.

Pueden muchos catalanes votar partidos españolistas pero de ahí a estar en contra de los indultos media un abismo. Será también porque, como reflejan las encuestas, la prisión de los miembros del Govern y de las entidades soberanistas hace ya tiempo que se considera exagerada. Es una pantalla que la mayoría de la ciudadanía catalana ha leído como una cuestión individual y de humanidad que está lejos, muy lejos, de resolver el conflicto entre Catalunya y España. Esa será otra pantalla junto a la de la ley de amnistía y el referéndum acordado pero aún no se ha llegado a ella.

La pobre manifestación pone de relieve, aunque la concentración no era necesaria para ello, dos cosas: que el carril central de la sociedad catalana está muy alejado de estas posiciones extremistas que se han manifestado este viernes en la calle y que, como se comprobará el domingo, Barcelona y Madrid son hoy ciudades con una pulsión diferente de lo que son los derechos fundamentales, la democracia y la justicia. Mientras en Catalunya los catalanes pueden salir a la calle a favor de la amnistía, en Madrid se sale para que los presos políticos catalanes continúen en prisión.

Dos miradas abismales sobre el mismo problema y la constatación de que el españolismo solo es capaz de presentarse unido contra las ansias de libertad de los catalanes. El anticatalanismo, que siempre ha existido pero se activó de una manera imparable con el cambio de siglo y el segundo mandato de José María Aznar, ha copado el poder español y se ha apoderado del relato. Claro que cambian gobiernos a través de los procesos electorales, pero no cambian ni el poder judicial ni el mediático. Sobre todo, el judicial, que se ha acabado convirtiendo en el poder político en España por antonomasia, controlando la agenda política y marcando el paso de todo lo relevante que ha sucedido en los últimos cuatro años.