Acabadas las vacaciones de Semana Santa, el Procicat —ese ente que parece haber sustituido desde hace un año al Govern de Catalunya, que lo utiliza como parachoques ante cualquier crítica— nos ha hecho saber que, a partir de este viernes a las cero horas, se da por finalizada la permisividad para moverse en determinadas condiciones por todo el territorio y se vuelve al confinamiento comarcal. Y que este durará, al menos, hasta el próximo 19 de abril. Nuevo paso atrás en el relajamiento de las medidas previas a la Semana Santa y un nuevo debate abierto sobre su idoneidad y la permanente escalada y desescalada para tratar de controlar la expansión de la pandemia en un momento en que se vuelven a visualizar unos datos diarios peores, sobre todo en lo que respecta a los hospitales y las UCI, como ya era previsible.

Aunque lo he dicho en más de una ocasión, vale la pena resaltarlo: el confinamiento comarcal es una medida demasiado drástica, desigual en función del territorio del que estemos hablando y terriblemente injusta para aquellas comarcas con menos habitantes. La mirada barcelonesa y capitalina sobre las medidas a adoptar ante la expansión de la Covid acaba teniendo consecuencias negativas en muchas comarcas, algunas de las cuales serían evitables con una intervención política diferente. Demasiadas veces se olvida, por ejemplo, que veinte comarcas tienen menos de 50.000 habitantes. O que entre el Pallars Sobirà y la Alta Ribagorça superan, sumadas, por unos pocos cientos, los 10.000 habitantes. O que solo siete comarcas tienen más de 200.000 habitantes. El confinamiento comarcal no tiene la misma afectación sobre los 2,3 millones de habitantes del Barcelonès que sobre las comarcas que necesitan visitantes el fin de semana.

Parece extraño que no se apueste más por modelos territoriales más imaginativos que corrijan la despoblación creciente en muchas comarcas y que sirvan para reequilibrar las diferentes necesidades. Por ejemplo, una solución sería un confinamiento por vegueries y, quizás, de las ocho existentes, dividir Barcelona en dos —la capital y el resto— o, incluso, en tres. Una solución así no castigaría permanentemente, o castigaría menos, a buena parte del territorio catalán.

Si a ello añadimos el jarro de agua fría que supusieron las previsiones a la baja respecto a la vacunación que hizo el presidente Pedro Sánchez el pasado martes, que pronosticó que poco más del 30% de la población española estará vacunada el mes de junio, y los interrogantes cada vez más altos sobre la vacunación con AstraZeneca —ahora Sanidad ha propuesto que se administre solo a mayores de 60 años— estamos a un paso de que el verano entre en zona de turbulencia. Para empezar, miles de establecimientos, en esta ocasión no solo del gremio de la restauración, que contrataron personal con la mirada puesta en la temporada estival, tendrán que replantearse la situación.  Alguien debería darse cuenta de que, al final, se ha mareado tanto a la ciudadanía que sobre todo lo que hay es una suma de preocupación y malestar. Y especialmente en ese espacio que, peyorativamente, se llama muchas veces desde Barcelona "comarcas".