Cuando el 11 de septiembre de 2001 cayeron las Torres Gemelas de la ciudad de Nueva York, el planeta entró casi sin saberlo en una nueva era. Una sociedad nada acostumbrada a ser atacada en su propio territorio sufrió la humillación de los fanáticos de Al Qaeda y de su líder Osama Bin Laden, que causaron la muerte de más de 3.000 personas y sembraron el pánico en otras ciudades como Washington, la capital política por excelencia, y atacando nada menos que el Pentágono, la sede de la Defensa de los Estados Unidos. La respuesta norteamericana se produjo en los meses siguientes: en octubre la invasión de Afganistán y, en marzo de 2003, la invasión de Irak. En ninguna de las dos incursiones militares el éxito cayó del lado occidental como se ha podido comprobar con el paso del tiempo. Afganistán no es hoy un territorio más seguro e Irak tampoco. Valores que se buscaban instaurar, como la democracia, pertenecen al capítulo de asignaturas suspendidas.

Después de Nueva York vinieron los atentados de Madrid (2004), Londres (2005), París (2015) y ahora Bruselas, por citar sólo las ciudades europeas donde los ataques yihadistas han sido más crueles. Ya hemos aprendido que todos somos víctimas potenciales y que los atentados suceden de manera indiscriminada y en lugares donde suele haber mucha gente y el pánico puede expandirse más rápidamente. En Bruselas ha sido en una terminal de aeropuerto y en una estación de metro. Lo más sorprendente es que la capital comunitaria llevaba tres meses en estado de máxima alerta buscando al cerebro de los atentados de París y ha sido incapaz de avanzarse a la acción de los terroristas. Quizás cabe hablar de fracaso de las fuerzas de seguridad belgas pero este es un debate que, sinceramente, tiene muy poco recorrido. Ello, además, en unos momentos en que la vecina Francia aún mantiene el estado de emergencia, una situación excepcional desde la segunda Guerra Mundial, y que no tiene visos de cambiar. También, que la mayoría de los países europeos mantienen niveles de alerta importantes y que se han recortado derechos y libertades de los ciudadanos.

Europa no tiene respuesta y, casi sin darnos cuenta, hemos pasado de tener un ilusionante proyecto político europeo en construcción a principios del milenio a ser quince años después un mercado de 500 millones de habitantes. En esa diabólica espiral, Europa ha perdido frente a los Estados que marcan la agenda, fijan prioridades y cierran fronteras. Y mientras, Europa se hace pequeña y los populismos recogen votos de una sociedad amedrentada. Hoy se lloran las víctimas de Bruselas pero todo el mundo sabe que somos una sociedad demasiado vulnerable.