Entre dos sistemas impositivos que generan un mismo resultado, hay que escoger el que tenga menores costes operativos. Aunque la suscribo al 100%, la afirmación no es mía sino de James Mirrlees, premio Nobel de Economía de 1996.

La cita sirve de excusa para escribir sobre un hecho patente del sistema tributario español: en el proceso de recaudación, los costes de cumplir la ley recaen mayoritariamente en el contribuyente, ya que la Administración liquida directamente pocos tributos en relación a la cantidad de tasas, contribuciones e impuestos que proliferan en nuestra economía. Me explico: Hacienda hace muy poco trabajo para liquidar los impuestos, pues apenas ayuda —y actúa todavía menos. En cambio, revisa mucho lo que paga el contribuyente.

¿Por qué nuestra administración tributaria hace menos trabajo de liquidación y ayuda al contribuyente que la de los países "de nuestro entorno"? La razón la encontramos en los tres pilares en que se fundamenta el sistema en España.

En los países que nos gustan (Finlandia, Suecia, Dinamarca o Reino Unido) los costes operativos de pagar impuestos no superan nunca el 2% del PIB. En España se sitúan en el 4,6% en el año 2005

Uno, el invento de la retención, que hace que el dinero no lo reciba el titular de esa renta, sino que el pagador de esa renta es obligado por ley a retenerla e ingresarla directamente al erario. El ejemplo más claro de esta fórmula es el impuesto estrella del sistema tributario (que ahora se encuentra en plena campaña de liquidación): el IRPF. Mientras en Francia, por ejemplo, cada contribuyente paga cada mes su impuesto en forma de anticipo, en España el trabajo de recaudación lo lleva a cabo el empresario que paga el salario. La consecuencia inmediata es que se simplifica extraordinariamente el trabajo de la Administración española respecto a la francesa, porque a la hora de comprobar el anticipo, es más sencillo inspeccionar empresas que contribuyentes, por el sencillo motivo de que hay menos. Otra consecuencia inmediata de esta medida es que infantiliza al contribuyente y lo convierte en un zombi que no sabe –ni quiere saber– cuánto paga en impuestos, porque ya no lo hace físicamente él sino un tercero. La tercera consecuencia de esta fórmula es que la empresa voz incrementada su trabajo administrativo –no productivo– para poder cumplir con las obligaciones tributarias que se le imponen.

Dos, la repercusión –como pasa con el IVA, impuesto vertebrador de la Unión Europea– que hace que, aunque el impuesto lo pague el consumidor final, quien lo aplica y lo ingresa en Hacienda sea, de nuevo, el empresario. Este método implica tensiones de tesorería, pues no siempre el impuesto repercutido que debe ingresarse en Hacienda ha sido previamente cobrado por el empresario (recordamos la ley de morosidad y los plazos máximos de pago a 60 días que, en muchos casos, no se cumplen). Además, la aplicación de este impuesto no es nada sencilla. Presenta muchas dudas interpretativas en relación con qué operaciones tributan o no; sobre cuáles son los tipos aplicables, y sobre las operaciones en que intervienen diferentes países. Todo ello genera muchas diferencias de criterio entre Administración y administrado que, a menudo, acaban en los tribunales. Son más costes para la empresa: por liquidar y recaudar el impuesto y por la potencial discusión posterior con la Administración.

Tres, la proliferación de la autoliquidación como modelo generalizado. La mayoría de los tributos (IRPF, IVA, Impuesto de Sucesiones o Plusvalía Municipal) los liquida el propio contribuyente. Este "ingenio" tributario invierte la carga del trabajo e impone al ciudadano la obligación de calificar el hecho imponible (qué tributa y qué no), cuantificar la base (valoración del hecho), liquidar la cuota (aplicar el tipo correcto) y aplicar las exenciones, bonificaciones y deducciones que correspondan. Una vez más, este coste es soportado directamente por el sufrido contribuyente que, además, suele ser premiado con una comprobación de Hacienda que incrementa más sus costes, primero porque tiene que dedicar tiempo a atender los requerimientos de Hacienda, y después porque en el transcurso de la comprobación no es extraño detectar algún error en la liquidación original que genera una nueva cuota, con los correspondientes intereses y sanciones.

Perdemos productividad por culpa del sistema tributario español, más dirigido a que le hagan el trabajo y y la administración solo la revise, que a ayudar a las personas y las empresas a cumplir con sus obligaciones

Una mirada al entorno pone en perspectiva la magnitud de la tragedia. Si en los países que nos gustan, como Finlandia, Suecia, Dinamarca o Reino Unido, los costes operativos o de cumplimiento de la norma no superan nunca el 2% del PIB, en España se sitúan en el 4,6% en el año 2005, en la línea de países como Polonia, Grecia y Hungría.

Es decir, que perdemos productividad por culpa del sistema tributario español, más enfocado a que le hagan el trabajo y la administración solo lo revise, que a ayudar a las personas y las empresas a cumplir con sus obligaciones fiscales y liberarlas de la pesada carga de contribuir. Que no tenemos un sistema tributario friendly con las personas y las empresas no es nuevo. Quizás tendría que repensarse, porque las personas (sobre todo el empresario) necesitan ayuda y no palos en las ruedas, menos todavía si se los mete la Administración.

Mi abuelo, en estas situaciones, decía: "cornudo y apaleado".

Anna Rossell es economista