Cuenta Belén Funes que, en un momento del proceso de construcción de Los Tortuga pensó que quizás se estaba exponiendo demasiado. Y es que hay muchos puntos en común entre la cineasta y Anabel, la adolescente protagonista de su segunda película. Hace seis años, la voz de Funes irrumpió de forma inesperada con la excelente La hija de un ladrón. O no tan inesperada porque sus cortos, Sara a la fuga y La inútil, ya apuntaban buenísimas maneras. Y ahora, dando dos o tres pasos adelante, y conectando con experiencias propias o cercanas, vuelve a abordar un cine social arraigado en los tiempos que vivimos, mostrando a una sociedad urbana enferma por la precariedad y la violencia habitacional, con los desahucios como pan nuestro de cada día. Pero no solamente: en Los Tortuga se habla de conflicto de clase, sí, y de cómo el bolsillo puede condicionar el porvenir de unos jóvenes que, con demasiada frecuencia, no pueden acceder a una formación que les permita romper las cadenas y tener un futuro mejor. En la película se reflexiona, también, sobre las dificultades de empezar de cero lejos de casa. Pero es la relación entre una mujer y su hija, en un momento emocionalmente complejo, la que lo atraviesa todo.
Una historia de luto, migración y lucha de clases
“Tortuga les llamaban. Les decían así a los que se iban del pueblo, por la mochila y porque se lo llevaban todo a cuestas. Se iban a Catalunya porque aquí se morían de hambre”, escucharemos contar a uno de los personajes. Unas fotos en blanco y negro, colgadas en la pared de una casa en una pequeña aldea de Jaén, representan la ola de la migración andaluza que cruzó la península en busca de una vida más digna. Uno de esos Tortuga llegó a Barcelona, se casó con una chilena y tuvieron una hija catalana. Ambas son las protagonistas de la película, y las conoceremos poco tiempo después del accidente de coche que ha matado al padre. Una, Delia, trabaja como taxista en el turno de noche. La otra, Anabel, acaba de empezar la carrera de Comunicación Audiovisual con la intención de dedicarse al cine. El inicio de Los Tortuga nos las presenta cuando visitan a la familia paterna en Andalucía, con la joven ayudando en la recolección de la aceituna, y participando en el ritual de mojar pan y degustar el primer aceite.
Este silencioso litigio maternofilial, esa gestión de la pérdida que amenaza con distanciarlas, si es que ya no está logrando hacerlo, es el eje narrativo sobre el que aterrizan el resto de líneas temáticas
Quien pierde sus orígenes, pierde su identidad. Y Anabel se siente fuertemente arraigada, por los vínculos familiares con tías y primos, pero también porque es allí donde encuentra calor ante un duelo que provoca choques frontales con la madre, que parece instalada en la fase de negación, y que ha escogido no hablar y tirar balones fuera cuando alguien, quien sea, le recuerda a su marido ausente. Este silencioso litigio maternofilial, esa gestión de la pérdida que amenaza con distanciarlas, si es que ya no está logrando hacerlo, es el eje narrativo sobre el que aterrizan el resto de líneas temáticas, pero también es el punto donde confluyen los diferentes universos que forman parte de la trama: el entorno familiar y el universitario, el de las taxistas y el de los vecinos. Lleno de capas superpuestas de forma impecable, perfectamente orgánica, el guion que firman Funes y Marçal Cebrian, su cómplice habitual y compañero de vida, es una pieza de orfebrería, un ejemplo a seguir para cualquier estudiante de escritura cinematográfica.
Lleno de capas superpuestas de forma impecable, perfectamente orgánica, el guion que firman Funes y Marçal Cebrian, su cómplice habitual y compañero de vida, es una pieza de orfebrería, un ejemplo a seguir para cualquier estudiante de escritura cinematográfica.Lo es por técnica y por talento, pero también, y sobre todo, por compromiso. En Los Tortuga hay escenas enormemente reveladoras (quizás el mejor ejemplo está en hacernos partícipes de la visita a un piso que los de la inmobiliaria enseñan, sin ningún atisbo de decencia, a potenciales inquilinos cuando todavía hay gente viviendo allí), que hacen una fotografía contemporánea del mundo que nos rodea. El periplo de estas dos mujeres atravesadas por la pérdida y el duelo las lleva a comprobar que la vida en la cada vez más despoblada España rural es tan dura como la que puede tenerse en una gran ciudad como Barcelona, cada día más hostil, entregada a los ricos y a los guiris, estigmatizadora ante el drama de la vivienda, convertida en una partida de Monopoly jugada por los repugnantes fondos buitre.
Lleno de capas superpuestas de forma impecable, perfectamente orgánica, el guion que firman Funes y Marçal Cebrian, su cómplice habitual y compañero de vida, es una pieza de orfebrería, un ejemplo a seguir para cualquier estudiante de escritura cinematográfica
Y de entre las virtudes de Los Tortuga es imperativo destacar el prodigioso trabajo de las dos protagonistas. Una, Antonia Zegers, reputada actriz chilena, habitual del cine de Pablo Larraín (de hecho, estuvieron casados y tienen dos hijos, y trabajaron juntos en films como No, El Club o la reciente El Conde). La otra, la debutante Elvira Lara, elegida en un casting entre ochocientas aspirantes, y con un asombroso parecido físico con Belén Funes (dice Marçal Cebrian que, de algún modo, la cineasta se buscaba a sí misma con dieciocho años). La solidez de una, la intuición de la otra, y la mirada, los silencios y el talento de ambas, hacen posible la misma magia que Funes y Cebrian han logrado aplicar a un guión tan rico y lleno de estímulos, furioso pero sereno, conmovedor y lleno de emoción, poderoso y políticamente comprometido.