Hay personas que el 25 de diciembre se ablandan. No se llaman Christopher Moore. Autor prolífico de libros de ciencia ficción, nacido en Ohio ahora hace sesenta y cuatro años, Moore ya había escrito siete novelas cuando, en la octava, decidió apuntar a un tema que no había atacado nunca: la Navidad. Así nació El ángel más tonto del mundo, el texto que lo acabaría haciendo famoso. Explica la historia de un niño, el pequeño Joshua Barker, que acarrea un trauma: ha visto cómo mataban al Papá Noel abriéndole la cabeza con una pala. Desesperado, Barker decide ponerse a rezar a fin de que se produzca el milagro, Santa Claus vuelva al mundo de los vivos (si es que alguna vez ha sido el suyo) y ningún crío se quede sin regalo. La idea es buena, la ejecución no tanto. Las plegarias van a parar al ángel equivocado, Raziel, que a pesar de poner la mejor de las intenciones, se descubre que no es válido por el trabajo y acaba provocando que un grupo de zombis hambrientos se abalance sobre el pueblo de Pine Cove. La fiesta ahora sí que está servida.

No hace falta gastarse demasiado dinero en psicólogos para deducir de que la relación que tiene Moore con la Navidad podría ser un poco más sana. De la misma manera que mucha gente celebra la llegada de estas fechas, y los reencuentros familiares que comportan, y las canciones con melodías cándidas, y las comidas calientes y copiosas, y los árboles adornados como monarcas, también hay que hacen todo el contrario. Algunas de estas personas, además, se dedican a escribir. Y está allí, en el papel, donde queda grabado su desencanto.

El hermano de Quim Monzó

Quim Monzó tiene un cuento magistral dedicado a la materia. Titulado El meu germà, la acción se sitúa en una casa durante la comida de Navidad, cuando de repente uno de los comensales, un chico joven, muerto repentinamente justo después de que los turrones y los barquillos lleguen a mesa. El resto de la familia, así y todo, hace como si no hubiera pasado nada, y sigue comiendo sin mirarlo. Impertérritos. El narrador se encarga de aguantar recta la espalda del cadáver, secarle los labios con la servilleta y hacer todo lo que haga falta a fin de que no se resquebraje ni un poco la estampa navideña, como si en un día tan señalado fuera de mediocres hacer caso a las malas noticias, incluso cuánto las tienes a un palmo de la cara y empiezan a hacer mala olor. Con su estilo inconfundible, Monzó expone la teatralidad de algunas tradiciones y los complejos que nos llevan a respetarlas, y sus líneas me hacen recuperar la frase de aquel personaje de Nick Hornby, que decía que la manera en cómo uno pasa la Navidad es un mensaje en el mundo sobre el lugar donde está a la vida.

"No hay nada más triste que despertarse el día de Navidad y no ser un niño," escribió Erma Bombeck, otra autora a quien esta festividad cristiana le generaba urticaria. Al menos, a partir de una cierta edad. No descubramos nada si afirmamos que la Navidad deja de ser el que era cuando uno se hace mayor. Precisamente al haberlo disfrutado durante la infancia, su retorno cíclico puede estorbarnos, como un destello en el retrovisor. A nadie le gusta sumar años, todavía menos que se lo recuerden. Tampoco a los escritores, sobre todo aquellos que desconfían de la nostalgia ("la nostalgia se una cosa para pijos", protesta Javier Pérez Andújar, "los pobres no tienen nostalgia") como material literario. La Navidad que se impone en el imaginario colectivo es la Navidad de los niños. A pesar de que algunos, como Borges, tampoco es que guarden un recuerdo demasiado épico de aquella época: "Yo recibía los regalos y pensaba que no era más que un chico y que no había hecho nada, absolutamente nada, para merecerlos. Por supuesto, nunca lo dije".

Erma Bombeck
Erma Bombeck y la tristeza de no ser un niño el día de Navidad

El placer de escuchar jazz

Hay quien lo detesta para hacerle pensar en aquello que ya ha perdido y hay quien no lo soporta para obligarlo a reunirse con compañías no deseadas. Un escritor, en esencia, es uno tarado que trabaja sol, lejos del ruido y el bullicio. Sacarlo de su guarida, y rodearlo de quince o veinte personas, es una maniobra que puede desencadenar terribles consecuencias. ¿Qué habría pasado con Rulfo, con Dickinson, con Pavese si durante una semana hubieran tenido que compartir manteles tres veces con tu cuñado? Vale más no pensar mucho. Es cierto que también podrían coincidir con interlocutores mucho más inofensivos, pero ni así llegarían a sentirse del todo cómodos. Me viene a la cabeza ahora aquella conversación entre Joaquín Soler Serrano y Cortázar, en la que el padre de Rayuela confesaba que siempre que lo invitaban a una celebración, por más que a su lado estuvieran sus mejores amigos, había un minuto de la noche en lo que cerraba los ojos y se maldecía por no haberse quedado en el sofá de casa escuchando un disco de jazz.

Aunque la Navidad y la soledad tampoco son que sean dos ingredientes que casen demasiado bien. El de 1959, Alejandra Pizarnik durmió nueve horas, salió a andar y al volver se encerró en su habitación, donde lo esperaban una pila de hojas llenas de versos que exigían ser corregidos. Pizarnik prefirió ponerse a leer en Artaud, pero alguna cosa la pellizcó por dentro, como si a pesar de todo no pudiera olvidarse del día que era.  "Finalmente arrojé el libro, que me quemaba, hice un poema lleno de alaridos y me fui a la cocina a hundirme en revistas idiotas de cine y folletines y comencé a comer sin hambre". La anécdota está extraída de un artículo genial de Juan Tallón a Jot Down, donde, entre otros 25 de diciembre, también se repasa el de Susan Sontag en 1948. Totalmente absorta, la escritora, después de escuchar un concierto para piano forte en Si menor de Vivaldi, admite a su diario que está a punto de volverse loca:  "A veces hay momentos fugaces que sé con la certeza de que hoy es Navidad que estoy tambaleante al borde de un precipicio sin fondo".

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Paul Auster, el escritor que se fumó la Navidad

El fum, fum, fum de Paul Auster

En Navidad, como se ve, no le faltan víctimas ni detractores. Sin ir más lejos, el Cuento de Nadal de Dickens, obra por excelencia de estas fechas, está protagonizado por Ebenezer Scrooge, un señor huraño y deprimido que no tolera la felicidad ajena y con quien de entrada preferirías no cerrarte a la cocina para preparar los canelones de Sant Esteve. La literatura, sin embargo, también le debe en las fiestas algunos hitos luminosos. A Paul Auster lo contactaron un dia del New York Times para que firmara en sus páginas un relato navideño. Como no sabe muy bien cómo encarar la propuesta, decide bajar a la calle a pasear, y así es como acaba en el estanco de Brooklyn que regenta Auggie Wren, un conocido del autor que tiene la manía de fotografiar cada mañana la misma esquina del barrio. Lo que sigue es una historia que a unos cuantos nos ha hecho muy felices.