Si me pidierais que dijera un acontecimiento representativo del verano de mi infancia, os diría las noches al fresco. Tenéis que imaginar un pueblo muy pequeño y el “fresco” como un espacio nocturno y habitable, con personajes y reglas. La primera es que el horario legal era de diez a doce, pero a veces no tenía que ser necesariamente después de cenar; es decir: podía incluir la comida, o especialmente el final de la comida. Podías sacar el plato con el borde del bocadillo de atún o el yogur natural y sentarte en la silla blanca de plástico oficial. Tampoco es que fuera un gran entretenimiento, en realidad. Veías a la misma gente que habías visto durante todo el día y cada noche al fresco: las vecinas, mi abuela, otros niños que ya habían cenado y se dirigían a la plaza con una pelota. Pero era una especie de ritual diario. Las sillas fuera, algunas solas, con su dueño dentro de casa, que acababa de ver un concurso y entraba y salía; otros se agrupaban en filas de cuatro o cinco. También veías gente de pie, parada, hablando con los que estaban sentados, que habían pasado por allí y se quedaban a explicar lo que no se habían contado al fresco anterior. Recuerdo que un día mi vecino, un señor que tenía una tiendecita familiar, me contó que una vez su perro intentó comerse un paquete de rollos de papel higiénico y dejó toda la tienda cubierta de papel blanco. Como si hubiera nevado, dijo. No sé por qué me lo contó, pero me gustó la imagen de la nieve aquella noche calurosa, y quizá sea la única conversación que recuerdo del fresco, porque cuando yo era niña los adultos no hablaban mucho con los niños, hablaban entre ellos, y tú, si acaso, escuchabas. En el rato del fresco confluían dos universos: el de ellos, los adultos, y el nuestro. Un poco entre el aburrimiento, la fascinación y la oscuridad de lo que intuíamos al otro lado, como el personaje de Demian, de Hesse. Ellos en las sillas oficiales y nosotros liberados del borde de atún para recorrer libres el pueblo y comprobar que en cada calle estaba sentado quien tocaba, quien salía cada día (igual que había fieles absolutos que no fallaban nunca, también había quien no salía jamás y desconocía todo aquel decorado nocturno).
Tampoco es que fuera un gran entretenimiento, en realidad. Veías a la misma gente que habías visto durante todo el día y cada noche al fresco: las vecinas, mi abuela, otros niños que ya habían cenado y se dirigían a la plaza con una pelota. Pero era una especie de ritual diario
Una de las normas era que los que salían al fresco, de alguna manera, se buscaban los unos a los otros. Y si no salías, se hacía saber, y la gente valoraba la gravedad de la ausencia. “Teresa no ha salido, que hoy no se ha encontrado muy bien.” “¿Ah, sí? Pues ayer estaba espabilada, mañana ya miraré de pasar a verla.” Os prometo que la voluntad de cuidar era siempre mayor que el cotilleo. Otra norma era que a los niños se nos avisaba si se hacía la hora de volver (a partir de las doce se rompía el hechizo y las sillas y las personas desaparecían y se metían en las camas dentro de las casas), pero no se nos ayudaba cuando jugábamos a “polis y cacos” y no sabíamos ni por dónde empezar a buscar. Era la norma no escrita porque nadie quería líos: “¿Habéis visto pasar a Marc?” “No, por aquí no ha pasado nadie.” Las partidas no acababan nunca porque de noche, y en un pueblo, tienes sitios muy originales para esconderte, y entonces siempre las dejábamos a medias con las doce campanadas. Algunas noches del fresco nos sentábamos en un rincón oscuro y contábamos lo de María la paralítica o la chica de la curva. Un día corrió el rumor del secuestro de una adolescente. Por malentendidos y una mala gestión narrativa de las coartadas, resultó que no la había secuestrado nadie, que estaba en un sitio distinto del que había dicho, y todo el pueblo (bueno, no todo el pueblo, solo esa parte asidua al fresco) se movilizó y la buscaron por todas partes, incluso en los escondites más originales de los juegos de “cacos”. Aquello corrió como una noticia falsa. Yo no lo recuerdo, porque aquel día no salí al fresco, pero siempre me los he imaginado a todos con antorchas, recorriendo caminos, llamando aquí y allá, tranquilizando a los padres de la supuesta desaparecida. Al día siguiente, a las diez, las sillas oficiales ya estaban en su sitio y la gente comentaba que al final no, que de secuestro nada, y que esta juventud ya se sabe. Con ese tono en que se dicen las verdades cuando hace tiempo que ya las tienes asumidas.