"Es autobiográfico, pero no es una autobiografía." No hay lugar mejor para encontrarme con el escritor Ramon Solsona y charlar sobre su nuevo libro, El carrer de la xocolata, que La Memòria, una librería que no solo es preciosa (con una selección de títulos con la que te irías a casa dejándote medio sueldo), sino que está ubicada en el corazón de Gràcia (Plaça de la Vila de Gràcia, 19). Un detalle nada menor cuando hablamos de un ejercicio de memorias que tiene en el barrio barcelonés a uno de sus grandes protagonistas.

El carrer de la xocolata es un relato luminoso que tiene esa compleja virtud de convertir lo estrictamente personal (la infancia del autor) en una narración colectiva que interpela la parte más emotiva de sus coetáneos. Pero también, en su evocación de un tiempo y un país —la infancia de los hermanos Solsona, que vivían en la calle Bellver, justo al lado de la fábrica de Cola Cao (de ahí el título), en la Barcelona de los años 50 y 60 del siglo pasado—, logra atrapar también a quienes llegaron antes y a quienes vinimos después. “La semana pasada, aquí mismo, hicimos un club de lectura sobre libros que tratan del barrio de Gràcia y este es un libro muy gracienc. Una persona me dijo algo que me gustó mucho. Un lector que no es de mi generación, sino de quizá un par más adelante, me dijo: ‘Los recuerdos que nunca escribiré están en este libro’. Mi intención es precisamente esa: que cada cual tire de sus propios recuerdos, de sus memorias cotidianas, familiares, vecinales... Eso es lo que me gustaría, que El carrer de la xocolata fuese más que unas simples memorias mías y de mis hermanos".
Antes de entrar estrictamente en el libro: el catalán con el que escribe es maravilloso.
Procuro escribir bien. Me fijo mucho, intento escribir con propiedad, elijo las palabras adecuadas para cada momento. Escribir con naturalidad, que para mí eso es importantísimo. No para hacerlo bonito, sino para que fluya bien, para que el lector ni se dé cuenta de cómo está escrito, sino que simplemente avance. Además, hay algo muy mío, que lo llevo de fábrica: me fijo en el lenguaje. Como siempre me fijo en el lenguaje que usamos cada día, en el de hoy, en el de ayer, pues de vez en cuando, como habrás visto, hago pequeñas observaciones del tipo: “antes decíamos esto, y ahora decimos esto otro”.
¿No sé si es casi una broma interna, pero va colando anglicismos?
Sí, me río un poco de ello. Hay una influencia excesiva del inglés, y no siempre hay necesidad de usarlo. Aunque, por ejemplo, a mí me gusta más decir selfie que autorretrato. Porque es un lenguaje más actual y tengo la sensación de que incluye esa idea visual de estar sosteniendo el móvil. Con esto, cuando hablo del lenguaje que se usaba en aquella época, también hablo de un catalán muy castellanizado. Palabras, muchas de ellas, que tenían mucha gracia. Era un lenguaje, un catalán, muy rico. Había toda una fraseología muy genuina. Mi abuela Ventureta, por ejemplo, decía “ser un sinvergüença”. Y seguramente, en algunos contextos, tiene más gracia decir sinvergüenza que desvergonzado.

¿En qué momento dice: “Ha llegado la hora de repasar mi infancia”?
Hay un momento, porque te haces mayor, en que apetece mirar atrás de forma serena. He querido hacer un libro amable, excepto una parte en la que no quiero ser amable, que es el franquismo. Pero hay un momento que, como me he hecho mayor y la vida me ha ido relativamente bien, he querido hacer como otros autores que también han hecho una mirada hacia atrás. Llevaba mucho tiempo tomando notas de recuerdos, anécdotas, situaciones… Ahora era el momento de reunirlas y contar también con los recuerdos de mis hermanos y…
¿Les dio una libreta y les pidió que también escribieran sus recuerdos y memorias, verdad?
Nos hemos reunido varias veces y nos lo hemos pasado muy bien recordando cosas: recuerdos que coinciden, recuerdos que no… La memoria es así y, al final, el relato se acaba construyendo a partir de hechos que yo recuerdo de una forma y que mis hermanos —Pep, Carles y Assumpta— recuerdan de otra. Aun así, Assumpta ha sido la gran referencia. Ella es la mayor, la que tiene más memoria y más recorrido de los momentos más remotos nuestros. Me gusta decir que este no es un libro basado en hechos reales, sino que son hechos reales en aquel momento. He notado un punto de madurez personal, porque, naturalmente, me he hecho mayor, pero también de madurez literaria. Me siento lo suficientemente preparado como para mirar atrás y escribir de forma serena, incluso divertida. Me siento seguro para contar ese pasado con naturalidad, sencillez y con una voluntad clara de comunicación con los lectores.
Decía que muchos de los escritores que admira han hecho ejercicios literarios similares al suyo… ¿Cuáles son esos referentes?
Son referentes que no tenía presentes en el momento de escribir, pero que te van quedando y resuenan en la memoria. Carme Riera y su libro Temps d'innocència es uno de esos referentes. También Lluís Foix, que tiene un libro de memorias muy bonito llamado La marinada sempre arriba. Rafel Nadal, Joan Margarit…
¿Se ha redescubierto escribiendo El carrer de la xocolata?
Diría que no. No. Ni me he reconocido mejor, ni me he analizado más. Pero, en cambio, sí que me ha servido mucho para agudizar la percepción del papel de mi hermana. Los cuatro hermanos nos llevamos muy poca diferencia de edad y hay muchas cosas que compartimos. Pero en el momento en que piensas más en la trayectoria individual de cada uno, hay dos bloques: los chicos y ella. Ella lo tuvo mucho más difícil que nosotros. Hay un momento clave que cuenta ella, cuando tiene cuatro años y está jugando en el jardín de casa, que era el centro de nuestro mundo. La madre la llama y le da un trapo: “Ve a quitar el polvo”. ¿Por qué ella y no cualquiera de los otros hermanos? Porque era la chica. El camino de mi hermana, como el de muchas chicas de su generación y posteriores, fue mucho más difícil que el de los chicos. Ella es catedrática de instituto, además con oposiciones de las de antes, de las que se hacían en Madrid, pero estuvo a punto de no estudiar.

Es un libro amable con la época, pero no esconde —y hay un capítulo dedicado a ello— la crueldad del franquismo.
Es la venganza. Cuando eres niño no te resulta tan agresivo, porque nos hacían aprender himnos falangistas y los repetíamos como loros, nos entraba por una oreja y nos salía por la otra. El mundo de los adultos, para los niños, siempre es incomprensible. El franquismo, el nacionalcatolicismo, la religión, el catecismo... Siendo niños, no nos frustraba. Pero sí quería dejar constancia de que la sociedad estaba oprimida, que la gente vivía con miedo, que contabas un chiste sobre Franco en casa, en un piso bajo, y te decían que no gritaras por si alguien en la calle te oía. La sociedad vivía con miedo a la represión, que estaba presente en todos los niveles. Aunque había una resistencia pasiva moderada, que pasaba por hacer cosas en catalán, tener libros en catalán, cantar canciones en catalán… Había gente que si oía sardanas, lloraba, se emocionaba. Mi madre guardaba las obras completas de Jacint Verdaguer, que era un legado que, de alguna manera, conectaba con la tradición catalanista. Esa, igual que ir a los Lluïsos de Gràcia, fue una de las vías a través de las cuales percibí ese catalanismo resistente.
Usted lo ha dicho: es un libro muy gracienc. ¿Consciente o inconscientemente, también era su objetivo retratar ese barrio que ya no existe?
Sí, pero con matices. No por el lugar sino por la época. Es cierto que la Gràcia que viví de pequeño era como los pueblos de antes: relaciones entre vecinos, nos prestábamos cosas, entrábamos de una casa a otra… Y yo lo cuento en Gràcia porque es donde nací, pero pasaba exactamente lo mismo en esos barrios que aún conservaban ese aire de pueblo: Sants, Hostafrancs, Sant Andreu, Horta, en parte también Sarrià… Aquella era una época en la que todo era un poco de todos.
¿Es nostálgico?
La nostalgia sería decir que antes todo era más bonito. Lo que pasa es que, sencillamente, te haces mayor y echas de menos la juventud. La infancia es una época de felicidad.
La infancia es la patria.
Es la patria, sí. Es todo lo que aprendes y te acompaña el resto de la vida. Con El carrer de la xocolata, he querido transmitir esa sensación de felicidad al hablar de cosas muy sencillas.
¿El niño Solsona se habría proyectado alguna vez como el escritor que ha acabado siendo?
No, qué va. Publiqué mi primera novela con 39 años, que es relativamente tarde para una primera publicación. Pensaba que ya se me había pasado el arroz. Yo quería ser maestro. Tenía una vocación pedagógica que llevé a cabo. Fui profesor muchos años. Fue una época maravillosa, con grandes compañeros. Pero me dio el impulso de escribir una novela, y a partir de ahí me empezaron a llamar para escribir artículos, guiones… Lo dejé temporalmente y… aún sigo.
Habiendo sido profesor de lengua, es inevitable preguntarle por el estado actual y futuro del catalán.
Siguiente.
¿¡Siguiente!?
Es una pregunta que a ti no te cuesta nada hacer, pero que yo rehúyo por un motivo: la respuesta es tan larga, hay tantas consideraciones… que si quieres, otro día quedamos y me entrevistas solo y exclusivamente para hablar del catalán.