Sevilla, año 1530. Hace 493 años. Luis de Peraza, cronista oficial de la ciudad, relataba que "hay una multitud de negros y negras de todas las partes de Etiopia y de Guinea, de los cuales nos servimos en Sevilla y que son traïdos por la via de Portugal". Treinta y cinco años después (1565), un padrón promovido por el arzobispado revelaría que Sevilla (que con 90.000 habitantes ya había relevado a València como primera urbe peninsular) censaba a 6.327 esclavos (el 7% del total poblacional), la inmensa mayoría de origen subsahariano y, en menos medida, de procedencia berberisca y otomana. Sevilla, el gran centro financiero a nivel mundial de la época, era un crisol de etnias y una "torre de Babel" de lenguas.
Los negros de Santa María la Blanca, Triana y Gibraleón
Esa impresionante masa de esclavos de varios orígenes, convivía (o, más bien, malvivía) con comerciantes catalanes, genoveses, toscanos, napolitanos, venecianos, portugueses, franceses, bretones, neerlandeses e ingleses. Con aristócratas terratenientes y con la gran masa de población humilde de la ciudad, originarios de todos los rincones de la Corona castellanoleonesa, especialmente de la cornisa cantábrica. Y con gitanos de la diáspora romaní de la Medialuna Fértil. La Sevilla del XVI era la ciudad más diversa y más mestiza de Europa. Pero, por varias razones, algunos pueblos de los alrededores concentraron dichas comunidades y se convirtieron en testimonios permanentes de esa diversidad.

El profesor Alfonso Franco Silva, de la Universidad de Cádiz, y que ha estudiado ampliamente el fenómeno esclavo en la Baja Andalucía durante la era de las navegaciones (siglos XV a XVIII), afirma que el total de la población negra y mulata en Sevilla a finales de la centuria de 1500 (sumando esclavos y liberados) estaría alrededor del 10%. Otros trabajos de investigación, publicados por varias universidades andaluzas, radican este colectivo en Santa María la Blanca, la antigua judería de la ciudad (en el suroeste del cercado amurallado), que, desde la expulsión de los judíos decretada por los Reyes Católicos (1492), se había convertido en el barrio más degradado y conflictivo de la ciudad (un particular "Bronx sevillano").
Otra fuente de la época dice —algo exageradamente— que la multitud sevillana "se parece a los trebejos del ajedrez; tantos prietos (negros) como blancos". Pero a partir del colapso de principios del siglo XVII, que anticipaba el fin del liderazgo mundial de la monarquía hispánica, se produciría una progresiva liberación, principalmente de los que dependían de los maestros gremiales que, en la escala intermedia de esa sociedad, sufrían con más rigor la desaceleración económica. Y, de rebote, se produciría un progresivo mestizaje con la población autóctona, y a medida que pasaban de negros a mulatos, se desplazarían a Triana, al otro lado del río y fuera del abrigo de las murallas.

Y si bien es cierto que adquirirían un papel relevante en las grandes manifestaciones religiosas (la Hermandad de los Negritos o la Hermandad de los Negros de Triana), que prueba la plena integración en su sociedad, también lo es que en algunos pueblos próximos a Sevilla quedarían eternamente atrapados en el espacio y en el tiempo. Sería el caso de algunos barrios de Palos o de Moguer, o de Gibraleón. Cuatro siglos más tarde (1952), el antropólogo navarro Arcadio Larrea Palacin relataría que "Son llamados 'morenos' y 'negros'. Tiempo atrás no eran recibidos con agrado por los blancos (...) ni siquiera en las labores del campo (...) habitan en chozas; por entero el barrio de Villalatas, en Gibraleon".
Los catalanes del Arenal, la Carolina e Isla-Cristina
La apertura del estrecho de Gibraltar a la navegación comercial, cerrado por los dominios musulmanes desde 711, y que se escenifica a partir de la victoria naval catalana en la Batalla de Ceuta (1339), desplazaría progresivamente el punto de gravedad de la Europa de la época. La Baja Andalucía se convertiría en la plataforma de los grandes viajes atlánticos, inicialmente hacia las costas atlánticas europeas y africanas (siglo XV) y, posteriormente, hacia el Nuevo Mundo (siglo XVI). El investigador Ivan Armenteros, del CSIC, cifra la colonia catalana en la Sevilla de la época en unas 3.000 personas. Un colectivo establecido en torno al convento de San Pablo de los Catalanes (en el extremo este de El Arenal), cuantitativamente insignificante, pero cualitativamente muy destacado.

Durante el siglo XVI, este colectivo, formado por familias extensas de comerciantes con intereses en las Canarias y en el Nuevo Mundo, se mestizaría con sus competidores toscanos, y desaparecería como grupo singular y genuino. Y además, un fenómeno poco estudiado, pero muy prometedor, relaciona la desaparición de los últimos testigos de esa presencia catalana con una gran operación inquisitorial de persecución y exterminio de las comunidades clandestinas protestantes (1549-1553). Tras dos siglos de silencio, la iniciativa de los ilustrados Olavide y Capmany (1773), consistente en poblar y poner en explotación Sierra Morena y el desierto de Écija, traería de nuevo presencia catalana al territorio.
Según los promotores de la iniciativa, la máxima concentración de catalanes se produciría en La Carolina, en Sierra Morena. Y la documentación posterior revelaría que los catalanes y los valencianos de La Carolina (un numeroso colectivo de campesinos de Lleida y Alacant) conservarían los elementos de identidad grupal (lengua, costumbres, vestuario) durante dos/tres generaciones, hasta que serían absorbidos por la mayoría autóctona. Quedarían los apellidos, en algunos casos grotescamente castellanizados por los rectores parroquiales, y algún pequeño detalle, como la cita del geógrafo navarro Pascual Madoz, que durante un viaje a la comarca (1845) dejaría escrito que "las mujeres de La Carolina visten a la catalana".

Un caso similar a lo que pasó con La Figuereta, un pueblo de nueva creación fundado en 1757 en la costa atlántica andaluza por un grupo de familias pescadoras de Canet de Mar y Mataró y que, a mediados del siglo XIX, cambiaría su nombre originario por el de Isla-Cristina. Las fuentes coetáneas revelan que durante la segunda mitad del siglo XVIII, se estableció una extensa colonia de pescadores procedentes de las comarcas catalanas del Maresme y el Garraf, y de las valencianas de la Safor y la Marina, que llegarían a sumar 1.000 habitantes, y que convertirían aquel pueblo en el extremo más meridional del dominio lingüístico del catalán. Hasta bien entrado el siglo XIX.